39. Gael: Lo que elegí (parte III)

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Sea por buenos o por malos afines, siempre he venerado a todo aquel que lo entrega todo. Por lo que quieren, por lo necesitan, por lo que aman. Con todo y su inminente destino hacia la desesperación, los admiro. Eso era lo que todos ellos tenían en común.

IX Estación

El sufrimiento

Año 1997 — Cuatro años después

Con el pasar de los años, tener un verdadero trato con Ana fue más y más infrecuente que nunca. El mismo patrón de malas noticias reincidió y manifestando en mí un inevitable desvelo. El cual se hizo más acérrimo, y con mayores tendencias a esperar malas noticias, a medida que fue igual de inaccesible ubicarla de cuando trabajaba en esa clínica. Empezando así desde que se mudó a la casa de sus suegros, a los pocos meses de que Ana contrajera sagrado matrimonio con el muchacho Rafael.

«Y por el mismo motivo que nunca decidí tener hijos, fue que me resultó tan sorpresivo haber sido yo quien entregara a la novia en calidad de padre a su futuro esposo. Si bien aquel ritual esconde un significado "inocente", dicha práctica me parecía de lo más impropia, sobre todo en nuevos tiempos. Nadie estaba entregando ni encargando a la novia a nadie, en ninguna boda eso sucede en realidad».

Una vez más la estabilidad vital de Ana se encontraba en una cuerda floja, siendo esta su pareja. Una vez más no se ponía a en primer lugar. Todo parecía premeditar que se ocasionaría una vez más una desdicha semejante, salvo por el inmenso detalle de ya no estar cargo únicamente de sí misma, sino también de su familia.

Cierta tarde de un viernes de invierno, en el recreo de los estudiantes, decidí llamarla en mi descanso desde mi oficina, para quitarme la espinita de culpa en no haber intercedido a una conversación con ella en todo ese tiempo.

Podría hacerlo recién con total disposición para ella, en lo que Toribio me ayudaba a cuidar del pequeño.

—¡Gael, hola! —Me percaté del entusiasta tono de su voz. Ella tendría muy bien registrado el número de mi oficina y hasta podría creer que me esperaba— ¡Qué bueno que me llamas! Me siento taaaan solita —quejumbró Ana al otro lado de la línea, figurando un tono triste en su voz.

—¿Cómo así? Te escucho.

—¡Oh, oh! —lamentó—. No es nada realmente. Mi hijo está durmiendo, mi marido está en la oficina y aquí estoy yo preparando la cena ahoritita. No he tenido con quien hablar más que con mis caseras. Pero fuera de eso, no es para que te preocupes, todo está de maravilla.

No me cabía duda que, a pesar de haber sido gran partícipe en la mayor parte de su vida, a ella todavía le costaba romper ante mí su simulación de una familia funcional y sostenida. A su pesar, debía decir de cuán consciente fui de que ella moría por destrozar esa ilusión. Más por su propio bien que por el mío.

Suspiré tapando el parlante del teléfono.

—Me alivia entonces. ¿Y cómo le va a tu hijo, y al señor Rafael?

Un corto silencio perduró antes que continuara. Por poco pensé que habría dejado el teléfono descolgado.

—¡Ah, pues muy bien! —Se escuchaban un constante boicoteo grave a una superficie. Estaría picando alguna verdura y de seguro con el auricular entre la oreja y el hombro—. Él no para mucho en casa, pero cuando está siempre vela que no nos esté faltando nada a mí y a mi hijo, aunque Ezequiel le haya declarado la guerra literalmente —rio—. Son tan lindos mis niños.

En verdad hubiera preferido que destacara algún apoyo importante de su parte, algo que parecía no existir en su modo de defenderlo. Por lo menos no tenía la menor intención de mentirme, solo de ocultarse, tan solo de resistirse tanto como pudiera...

Mi pecado es amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora