37. Ezequiel: Juramentos

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«¿No entiendes lo mucho que te amo?».

—Lo sé, pero no así —musitó de inmediato con pena dirigiéndose hacia mí. Tomándome de los hombros me sentó se nuevo a su cama y él se quedó arrodillado en el suelo, sujetándome de las muñecas como si aferrara a un lugar seguro—. Tu cabello es hermoso, y lo sería más si lo cuidaras. Desearía tanto no tener que verte así por mi culpa. Tampoco olvides que tú también me importas, que cuando te lastimas, me lastimas a mí también, más de lo que podría hacerlo cualquier otra persona. Recuerda eso.

Tragué en seco. Así de fácil pudo darles fin a mis ganas de herirme por el momento.

—Yo... —Bajé la mirada a mis rodillas—... lo siento. Ya... ya no hablemos de mí ¿sí? ¿Qué es esa caja?

—Un regalo —respondió con la voz apagada—. Es algo frágil y prefiero que se quede en su caja. Henry lo trajo para mí como "ofrenda de paz" o "bienvenida".

No me supo nada bien.

—¿Puedo verlo?

—Míralo tú mismo.

Fue su turno se sentarse y yo me dirigí al escritorio. Perdí un tiempo explotando las bolsas de burbujas hasta que sujeté el regalo en su interior, sacándolo de su caja y de forma inconsciente, lo coloqué a contraluz de la ventana.

Era un cisne transparente de vidrio pulido, que simulaba ser una escultura de hielo. Era frío al tacto, de bordes redondeados y suaves, tenía el tamaño de dos palmas juntas.

Sin decir nada, aunque fascinado con su pulcridad, lo guardé de nuevo.

—¿Te gusta? —preguntó con una sonrisa—. Cuando lo vi, lo primero que le dije a Henry fue preguntarle si podía regalarlo. Pero no le dije que quería dártelo a ti.

—Es lindo, aunque no es correcto regalar lo que uno te regala. Ese tipo es un bruto ¡seguro se enfadó y quiso herirte de nuevo!

—No lo quiero. A ti no te puedo mentir, no te quiero mentir: no lo quiero llevar. Es que... yo... yo ya sé cómo... cómo terminé aquí. Sé que todo lo que tenga que ver con ese señor es una farsa.

Me apiadé de él y solo con el sonido de mis pasos me senté a su lado. Sobraría tanto decir una palabra y nada más le froté la espalda en son de apoyo, mientras él se cubría el rostro con las manos.

—Mi... mi mamá —dijo con dificultad, aguantando las ganas de llorar.

—Si te cuesta decirlo, no...

—Mi mamá era de Norteamérica —contó entre suspiros para calmarse—. Vino al Perú en un viaje turístico a Machu Picchu.

De pronto soltó una risa dolorosa. Jamás pensé que detestaría tanto verlo sonreír.

Siempre habría creído que sería de gran orgullo provenir del extranjero, a pesar que Salvador siempre manifestaba sentirse de este país, solo porque en su partida de nacimiento marcaba que lo era. Y eso era tan improbable. Él no tenía ningún rasgo de ser peruano, e incluso nunca faltaron los retrasados estúpidos que se burlaban de él solo por ser muy claro de piel. Lo cierto era que a Salvador siempre le pesó ser diferente, y era fantástico en su manera de ocultarlo. En mi propia estupidez, nunca tuve los huevos para decirle que era hermoso, por miedo a que pudiera darle más pistas de mis sentimientos.

Marina no tenía ningún problema en decirles lo guapas que eran sus amigas del colegio, jamás pensarían que las veía de otro modo. Pero ella al toque me miraba raro cuando yo quería resaltar algo en ella, insinuando cosas que no eran. Bendita suerte que tenían las mujeres.

—Vino aquí junto al que sería mi padre biológico. Al parecer eran pareja, ambos provenían de Estados Unidos. —Salvador se apresuró a limpiarse los ojos con las mangas.

Mi pecado es amarteOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz