Prefacio

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Mayo, 2028

"Si no fueras sacerdote ¿qué te hubiera gustado ser?".

Vislumbrando la inmensidad del cielo sin nubes, Salvador Paez se acordaba de las muchas ocasiones (y en una en particular) en la que sus conocidos y amigos le preguntaban acerca de su oficio, a la que ni consideraban un trabajo. Muchos intuían que su decisión era como una última alternativa, como si al ser sacerdote en realidad renunciaba a ser algo más, que sacrificaba un sueño mayor. Cuando lo cierto era que, ser cualquier otra cosa sería justo renunciar a su vocación sacerdotal, su verdadera vocación.

En el mismo parque donde se encontraba sentado, con la biblia abierta entre sus piernas en el Salmo 23, varios jóvenes que pasaban por ahí ni se esforzaban en ocultar sus miradas despectivas y asquientas hacia el párroco. Era tan fácil ponerlos a todos en un mismo saco de miserables. Salvador ya los había perdonado de todos modos, pero a cierto colega, quién sí merecía estar preso tras tocar indebidamente a una menor y cuya noticia dio revuelo por todo el país, solo Dios podría hacerlo.

"Yo también quisiera ser perdonado" pensó con una sonrisa que no llegó a sus ojos tristes.

Leyó el Salmo por quinta vez ese día para llenar su espíritu de vuelta con la palabra de Dios. Tendría que vivir con eso después de todo, en donde las basílicas estaban más y más vacías domingo a domingo, y en donde los padres se fijaban más en sus celulares que en sus niños jugando con sus patines y scooters, si es que no estaban con el aparato también.

Su mente se puso a tierra cuando sintió que alguien le jalaba su túnica blanca.

—Hola Padre ¿me ayuda a encontrar a mi papá? —le dijo un pequeño niño mirándolo extasiado, como si lo admirara. Su voz era suave y dulce como la de cualquier otro niño, pero notó un tono sugestivo en la última palabra.

Con solo verlo con más atención, la criatura parecía hacerle retroceder a tiempos más felices, junto al parque donde hace algunos años ocurrió un tan ansiado milagro. Pero se rehusó a seguir pensando en ello.

Le sonrió, llegando a la conclusión de que solo deliraba. Que aquella idea solo le hacía más daño y podría terminar obsesionándolo, si es que ya aún no lo estaba.

—¿Te has perdido, pequeño?

—¡No es eso! —replicó el infante inflando sus mejillas—. Pasa que mi papá es pésimo jugando a las escondidas y no sabe dónde estoy y ya me está preocupando. Usted es cura, y papá dice que son confiables.

Esas palabras lo descolocaron de su estado apacible, y no pudo evitar reírse de alivio al sentirse escuchado por el Señor en sus frustraciones. Guardó su Biblia bajo el brazo y se levantó dispuesto a ayudarle, y sin pedirlo siquiera, el niño le tomó de la mano mientras caminaban y ambos miraban por todos lados buscando entre la gente.

Al cabo de unos minutos, Salvador se sintió tonto al olvidar algo importante y que debió hacer antes de ayudarlo.

—¿Y cómo te l...?

—¡Camilo, hijo! —gritó alguien a lo lejos. Un hombre alto de saco y corbata corría hacia el menor sin percatarse del sacerdote. Al estar cerca del menor se arrodilló a su altura y le tomó de los hombros, mientras trataba de relajar su respiración—. ¿Qué te dije sobre esconderte?

—Nada, yo solo... —pronunció Camilo intimidado y evitando ver a su padre a los ojos.

Salvador los veía como mero espectador, con ternura y alivio de que el padre encontrara a su pequeño.

Hasta que el tierno momento se quebró cuando se percató de quién era al verle el rostro. El aliento se le escapaba de la garganta y los ojos se le abrieron sobresaltados entre alegría y preocupación. Salvador no podía creer lo que veía, a quién veía, a quienes veía.

—Te dije que debíamos irnos a casa pronto. Si mamá se entera de esto me mata y lo sabes.

Un brillo peculiar se reflejó en la mano derecha del hombre que todavía sujetaba el hombro de su hijo. Era un anillo dorado de compromiso. Estaba casado.

—Lo lamento, papá.

—Ya no te preocupes. Hay que irnos y volver pronto a casa. —El sujeto se paró para referirse al sacerdote—. Oiga Padre, espero que mi hijo no le...

Se miraron el uno al otro y entre ellos no parecía haber alguien más, creando un ambiente denso. Toda su historia se resumía en los rosarios marrones de madera que colgaban de sus cuellos.

En el rostro de Salvador se manifestó una extraña alegría en la que sus ojos surcaron algunas lágrimas. En el otro, se reflejó un descontento.

—Ezequiel... —lo llamó. Y al pronunciar su nombre de nuevo tras tanto tiempo, se dibujó una sonrisa inconsciente—... volviste.

El mencionado asintió rígidamente y con los ojos fríos, para luego evitar ver al sacerdote a toda costa.

—Hijo, camina ¿sí? —refirió Ezequiel tomando la mano de su hijo, que no podría estar más extrañado ante la situación de ambos señores. Para luego, padre e hijo fueron yéndose del lugar dándole la espalda al clérigo.

—Papá ¿quién era él? —preguntó Camilo con desasosiego alzando el cuello hacia su progenitor.

—Sigue caminando —respondió de inmediato mientras se alejaban de Salvador.

—¿Por qué el cura sabe tu nombre, papá?

—Camina más rápido ¿quieres? —articulaba más descolocado.

—Papá ¿estás bien? —entonó mucho más triste—. No llores.

Desde dónde estaba Salvador escuchó el rechistar de Ezequiel ante la indiscreción de su pequeño.

«No ha cambiado en nada» pensó para sí mientras se permitía alegrarse por él.

Su amigo estaba bien después de todo. Ezequiel había cumplido su sueño de formar una familia. Él estaba mejor que nunca sin su amistad. Algo que no creía que pasaría si se lo hubieran contado en el mismo día en que sus lazos se hicieron polvo, con solo dos palabras: 

"Te amo".

Donde el sueño de uno era el obstáculo del otro. Un sueño de amor imposible de su viejo amigo.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now