Justo cuando una cree que no puede ocurrir nada más

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Correr, eso era lo único que parecía que se me daba bien. Correr asustada sin atreverme nunca a plantar cara a lo que fuera que me acechara pero, aunque la idea no me gustara, era mejor que la sensación de pánico que me recorría el cuerpo si me detenía a escuchar. No, Lena De Cote no es sinónimo de valentía, ni de ningún adjetivo heroico.

Llegué a salvo hasta la calle que conducía hasta la casa. Allí grité hasta que me dolió el estómago y golpeé la fachada de una de las casas con el puño cerrado. ¡LE ODIABA! Odiaba a Christian Dubois con todas mis fuerzas y a mí también, por ser tan cobarde. ¡Habían matado a Helga! ¡En mi cara! Esa odiosa niña la había matado en frente de mis narices y yo no había hecho nada por impedirlo. ¡NADA! ¡Y Christian tampoco! ¡Él se la había entregado! Dios, ¿a qué clase de monstruo quería? ¿Cómo había podido fiarme de él? Me había mentido desde el principio, ¡desde el principio! Y yo como una estúpida me lo había creído todo. ¿En qué narices estaba pensando? ¿Acaso no había aprendido nada de los grandes predadores? ¿Qué funcionaba mal en mí para no ser capaz de reaccionar ante las señales de peligro?

—El odio no te llevará por buen camino, Lena De Cote.

—Levanté la cabeza asustada y observé a mi alrededor, allí no había nadie.

—¿Quién está ahí? —musité levantándome con dificultad, mis músculos estaban encogidos—. ¿Quién está ahí?—repetí.

Aguardé, congelada, sin recibir contestación. Me quedé tan quieta que podría haber escuchado cómo una mosca batía sus alas al otro lado del campo, pero ahí no se oía nada. Relajé los hombros y me giré para entrar en la casa. No solo era cobarde, me estaba volviendo loca, completamente loca.

Justo cuando tenía una mano en el portón, una brisa helada cruzó la calle, acariciando mi nuca, y escuché algo nuevo: el sonido de una puerta mal cerrada repiqueteando contra las jambas. Me di la vuelta, despacio, sabiendo que esa puerta pertenecía a la casa de en frente. Nunca, en todo el tiempo que llevaba allí, la había visto abierta. Nunca... Miré a ambos lados de la calle, sin encontrar a nadie que pudiera haberla dejado así. Me giré de nuevo hacia el portón dispuesta a irme a hacer las maletas, pero algo en ese repiqueteo me lo impidió. Era hipnótico y por alguna razón, también atrayente. No fui capaz de dejarlo estar, en lugar de eso, me sorprendí cruzando los escasos tres pasos que nos separaban y adentrándome en su oscuro interior.

Supongo que el hacer algo así ya me calificaba definitivamente como temeraria, inconsciente y estúpida, por no hablar de los mil y un calificativos despectivos que también se podrían adaptar a mí en ese momento. Sin embargo, no podía evitarlo. Ahí había algo que me llamaba, podía sentirlo atraerme hacia sí con más y más fuerza. La puerta chirrió al cerrarse detrás de mí. Me asusté pero no intenté retroceder. Me quedé ahí parada, enfrentando una inmensa oscuridad. Solo mi respiración entrecortada rompía ese vacío. Olía a polvo y a humedad, y a madera podrida. A duras penas vislumbré unas escaleras. Con el corazón en un puño me adentré un poco más y subí el primer peldaño. La madera crujió bajo mi peso pero continué ascendiendo. Mis pasos levantaban tanto polvo que tuve que dejar de respirar. Un sentimiento extraño comenzó a recorrerme el cuerpo, tenía la sensación de que si miraba por encima de mi hombro, encontraría algo espantoso observándome pero la idea de retroceder y descubrir lo que podía haber detrás me aterraba mucho más que continuar avanzado. La parte de arriba estaba igual de oscura, excepto por un pequeño y casi inapreciable halo de luz que se filtraba bajo una puerta cercana a las escaleras. Una luz perlada, como el de la luz de la luna. Me acerqué. Noté en mi piel un ligero frescor y el sonido de la brisa me dio a entender que la ventana de esa habitación estaba abierta.

Con cuidado, empujé la puerta y el frescor que entraba por las ventanas abiertas llegó a mi cara. Estaba en la habitación que había frente a la mía. Podía ver a Flavio reposando sobre mi cama desde donde yo estaba. De pronto, la vela que iluminaba el espacio se apagó antes de que pudiera ver nada más, dejándome de nuevo a oscuras. Volví a respirar para intentar tranquilizarme y entonces descubrí que ese lugar olía mal, a sangre. Me dirigí al pequeño balcón, valorando la posibilidad de saltar a la calle desde él, pero lo que vi congeló cada gota de mi ser. De repente, algo había cambiado. Flavio maullaba salvaje y desesperado, frente a mí. Intentando arañar los cristales de mi ventana mientras mostraba sus felinos colmillos a algo situado tras de mí, con la misma ferocidad que un tigre. En ese momento, empecé a escuchar el ritmo lento pero rotundo de un corazón.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora