Un grito vale más que mil palabras

2.9K 416 47
                                    

Podría unir cientos de palabras, construir miles de frases, pero ni siquiera eso sería suficiente para describir el dolor que se siente cuando te rompen el corazón.

Somos defectuosos, imperfectos y, aun así, orgullosos. Pensamos que las cosas van a ser para siempre. Que somos invencibles y que, por ello, lo que nos rodea también lo es. Y sin embargo, un buen día nos despertamos y descubrimos nuestro engaño, que el ayer duele y que el mañana ya no existe. Ya no hay un «nosotros», tan solo una angustiosa y demoledora sensación de soledad que te arrastra a los abismos más profundos de tu ser. A lugares oscuros y deprimen- tes que ni siquiera sabías que existieran dentro de ti.

No importan las palabras de consuelo ni el aliento que te ofrecen para pasar esa página porque era tan bello el pasado y tan triste el presente que cómo dejarlo marchar.

Yo vivía por él, amanecía por él, continuaba por él y ahora era simplemente como si muriese. Ya no tenía sentido seguir existiendo, porque sabía que ningún día de los que vinieran a continuación se parecería en lo más mínimo a la felicidad que sentía con un abrazo suyo, con su risa, sus ojos, su aroma... Ningún día sería tan dulce.

Ese sentimiento me partía por dentro, me apretaba el pecho sin detenerse, cada vez más profundo, cada vez más doloroso. Me tiré de la cama y salí corriendo de la casa hasta llegar a lo alto de las escaleras. El campo me sobrecogió con la imagen del aguacero. El cielo resplandecía sobre un horizonte difuminado a causa de los numerosos relámpagos que brotaban entre sus nubes grises, casi negras. La cortina de lluvia se mecía de un lado a otro a merced del viento, y las hierbas y matorrales del suelo se balanceaban con fuerza. El sonido del viento y la lluvia era arrollador, el agua estaba helada, pero esos truenos y relámpagos reflejaban de manera tan sobrecogedora lo que estaba viviendo dentro de mí que, por un momento, fue como si me sintiera comprendida.

Bajé la escalinata muy rápido, desesperada, respirando con dificultad. No sabía hacia dónde iba pero a mitad del descampado sentí que algo se abría paso desde mi pecho y mi garganta con un grito desgarrador que atravesó el viento. Sentí que mis rodillas se clavaban en el lodo, sin dejar de gritar.

Y, de pronto, unos brazos me rodearon por la espalda con fuerza, apretándome contra un pecho firme, sosteniéndome mientras dejaba que el dolor se apoderase de mi cuer- po, hasta que me quedé sin fuerzas, empapada y débil.

—¡NO PARES! —gritó Jerome apretándome con más fuerza—. ¡Grita hasta reventar mis oídos!

Pero no podía gritar más. Solo sollozar. Jerome giró mi cuerpo y me estrechó entre sus brazos, intentando reconfortarme, pero le rechacé y, de un movimiento, me deshice de su abrazo.

—¡Lárgate! —grité—. ¡Déjame sola!

—No voy a irme.

—Esto no es asunto tuyo, Jerome. —Intenté recomponerme y me puse en pie, dispuesta a huir de él, como siempre.

—Lena... —Me agarró del brazo.

—¿POR QUÉ NO ME DEJAS TRANQUILA? —exclamé fuera de mí, volviéndome hacia él y soltándome con fuerza.

—¡NO LO SÉ! —gritó él también, perdiendo los papeles—. ¡No tengo ni idea! ¡Pero aquí estoy, aunque solo seas una niña malcriada, antipática y despreciable!

—¿Eso crees? —sollocé. Me volví hacia él, sin fuerzas.

—¿Qué importa? Solo quiero ayudarte.

—Eres estúpido. Te haré daño.

—¿Y qué daño me puede hacer una cría de 17 años?

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora