Parte IV

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Christian Dubois..., ¿mi salvador?

La tarde ya estaba muy avanzada, pero necesitaba pensar. El día había sido duro. Mi mente era una madeja enmarañada de pensamientos y emociones. Salí de la casa a hurtadillas, sorprendida de que los oídos de mi nueva familia no captaran mis pasos.

Iba a llover, estaba claro. El ambiente era grisáceo, como yo. Era uno de esos días en los que, nada más salir a la calle, una tiene la impresión de que todo está muy apaga- do, como si alguien le hubiera bajado la saturación a todo el color. Y, en efecto, no tardó en empezar a chispear. Eso me animó porque me brindaba la excusa perfecta para enfundarme en el chubasquero y esconderme bajo la capucha. Era un alivio saber que, por una vez, la gente no me miraría.

Cargaba con una cazadora en la mano, no sé por qué; es posible que se me olvidara dejarla de nuevo en el perchero cuando me debatía entre cogerla o llevarme el impermeable. Al parecer, mi subconsciente eligió ambas cosas, pero no tenía ganas de volver a casa a dejarla, ya había sido toda una proeza que no me descubrieran como para tentar mi suerte por segunda vez. Los De Cote no querían que saliera cuando ya había anochecido, pero ese era el mejor momento para pensar, cuando apenas había gente por las calles.

Me crucé de brazos apretando la prenda contra el pecho y seguí caminando, sin una gran perspectiva de mi entorno debido a las limitaciones de la capucha. En ese momento, mi mente empezó a trabajar antes de que yo se lo pidiera.

No estaba preparada para afrontar lo que me había ocurrido. Bueno, no creo que nadie lo esté, pero yo no tenía la madurez de aquellas personas que son capaces de enfrentarse a todo lo que les viene sin perder la calma, esas que siempre terminan haciendo lo correcto. No era así. Yo era un amasijo de inseguridades en un lugar donde seguridad era precisamente algo que no sentía, sobre todo si se trataba de confiar en mí misma.

Es como cuando olvidas una palabra o el título de una película y sabes que lo tienes en la punta de la lengua, pero no eres capaz de decirlo y no puedes descansar hasta que la recuerdas. Eso era lo que sentía a todas horas del día, y era horrible. Nunca estaba en paz conmigo misma y no dejaba de ver incoherencias en todas las explicaciones que me da- ban. Era frustrante.

Levanté la vista de mis pies y me sorprendí al ver has- ta dónde me habían conducido. Estaba cerca de la biblioteca, justo al lado del acceso al parking. Ya había anochecido y no había gente en la calle por el aguacero que caía. De pronto la encontré acogedora, necesitaba la serenidad de sus largos pasillos desiertos. Crucé la calle y me apresuré hacia la entrada.

Tal y como cabía esperar, estaba cerrada. Bordeé el edificio buscando alguna ventana un poco abierta o una cerra- dura que pudiera forzar, pero no había manera humana de entrar. Le propiné una patada a una de las puertas, pero fue inútil. Me resigné; mi «brillante» plan había fracasado, para variar. Así que deshice mis pasos para salir del aparcamiento.

—Una chica nueva no debería andar sola por aquí — advirtió una voz a mis espaldas.

Me di la vuelta sobresaltada y lo vi, apoyado contra el capó de su coche, tan perfecto bajo la lluvia como en mi recuerdo. Ambos se camuflaban en la penumbra como dos criaturas de la noche. La oscuridad hacía resaltar aún más la palidez de su piel y sus increíbles ojos negros. Estaba más cerca de lo que había imaginado, era increíble que no lo hubiera visto antes.

—Me llamo Christian Dubois —se anunció tendiéndome una mano, que rechacé; aún recordaba lo mal que me había hecho sentir la última vez—. Aunque deduzco que eso ya lo sabes.

—Sí...

Retiró el brazo.

—Creí que debía presentarme después de tu penosa actuación esta mañana.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora