Un silencio dice más que mil palabras. Parte I.

328 62 5
                                    

Mentiría si dijese que no me había preguntado mil veces qué haría o cómo reaccionaría si le volvía a ver, y, sin embargo, ninguno de mis pensamientos se acercó en lo más mínimo a lo que sentí en ese momento. Olvidé al humano y todo lo que había sentido instantes antes. 

Había ideado cientos de cosas que echarle en cara. Me había imaginado gritándole, empujándole e incluso llorando pero, en cambio, estaba ahí, frente él, y lo único que había era un gran vacío. Un agujero enorme en mi pecho y ninguna fuerza lo bastante significativa como para hablar y, aún menos, gritar. 

Solo le miré, sin más. La rabia, la impotencia, la furia contenidas parecían acechantes, cuidadosamente guardadas, pero a presión y dispuestas a explotar en cualquier momento, disfrazadas bajo una extraña y repentina confusión. 

Él me sostuvo la mirada, solo una mirada. Estático, frente a mí, envuelto en la misma dolorosa perfección que recordaba... pero no dijo ni hizo nada. Sus ojos no eran desafiantes, ni doloridos, ni siquiera arrepentidos. Era tan solo una mirada, vacía y sin vida. Ni siquiera parecía él. Sus perfectos rasgos, sus ojos hipnóticos, su aroma, su nariz, sus labios carnosos e incluso ese mechón de pelo negro que parecía caer siempre sobre sus ojos enmarcándolos, parecían los de siempre, pero algo en él era irremediablemente diferente. 

Entonces, avanzó un paso hacia mí, rígido, y aún en silencio. Yo retrocedí de forma instintiva. Todo se había desmoronado en mi interior. Sentí como si un cañonazo me hubiera agujereado el pecho, y mis propias entrañas aullando de dolor. Le quería, aún le quería, mi corazón y mi cuerpo le reclamaban como el agua al sediento o como un trozo de pan al hambriento. Quería pegarle y lanzarme a sus brazos, gritarle y besarle... pero no hacía nada. Absolutamente nada más que estar ahí, como un pasmarote, consciente de que entre Christian y yo se había abierto un abismo tan grande que, tal vez, ni siquiera la eternidad pudiese cruzar. El dolor era demasiado grande. 

Entonces, hice lo único y lo más absurdo que se me ocurrió hacer en ese momento: echar a correr.


Corrí, corrí con todas mis fuerzas. El eco de mis pisadas resonó a través del bosque y me acompañó hasta que otro tipo de sonidos se le unieron. Unos más veloces y escalofriantes. Ruidos que vaticinaban algo peor, peligro. En mi impulso por huir de Christian, me había olvidado delos ladridos de los perros y de lo que ellos implicaban. Pero, ¿acaso importaban los guardianes en ese momento? 

Con el corazón y los ojos ardiendo en furiosas llamas seguí corriendo sin rumbo. Quería huir de él, expulsarlo, arrancarlo de mis entrañas, de mi memoria y de mi corazón, pero permanecía ahí, ahogándome con manos frías y duras y abriéndose a dentelladas hacia mi torturado corazón. No fue hasta varios segundos más tarde, cuando sentí que él había desaparecido, que su corazón ya no se oía y que los sonidos del bosque comenzaron a invadir mis oídos, que todo el peso cayó sobre mí y una demoledora e inquietante pregunta me abatió: ¿y ahora qué? 

Me detuve y caí al suelo. Por suerte o por desgracia, no tuve mucho tiempo para replantearme esa pregunta ni para empezar a sentir el miedo de una posible respuesta porque, de pronto, vi unos faros acercándose a toda velocidad. Oí las ruedas del coche acelerar con fuerza hacia donde me encontraba. Se detuvo a mi lado y abrió la puerta de un golpe. 

—Sube al coche —me ordenó con voz dura—. La fiesta ha terminado. 

Aparté la mirada del bosque y, acto seguido, subí para desaparecer tras los cristales tintados del vehículo. 

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Elora. Lester iba sentado a su lado en el asiento del copiloto. Le miró impaciente—. ¿Ha sido él? 

Lester solo le miró. Ella chascó la lengua, enfadada. De pronto, los faros del coche iluminaron una silueta en mitad del camino. Elora pisó el freno y yo choqué contra el asiento delantero. 

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora