Sangre. Parte 2

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Me sentí un poco mejor ayudando a Lisange a romper muebles, aunque era demasiado sencillo y la tarea no acababa de ocupar mi mente; sin embargo, me sirvió para descubrir que, sin darme cuenta, había conseguido dominar el uso de mi fuerza y eso me subió un poco la moral. Pero, en cuanto regresó Christian, insistió en que dejara de hacer eso y descansase; algo completamente injusto.

Tuve que conformarme con clavar unas cuantas maderas para tapar una ventana que me había cedido Lisange en un alarde de compasión mientras Christian apuntalaba con Liam en la buhardilla. Era como si yo fuese un paquete y eso me crispaba. Lo peor de todo era que debía resignarme y guardar silencio, porque lo estaban haciendo todo por mí. Ponían en peligro sus vidas sin saber a qué se estaban enfrentando, y todo por protegerme.

Me apoyé contra la pared y resbalé hasta sentarme en el suelo mientras Lisange terminaba con las últimas maderas.

—¿De qué sirve todo esto si pueden romperlo con un dedo?

—Ellos no pueden hacer eso —aclaró instalándose a mi lado, tenía aspecto de estar muy cansada—, no tienen esa habilidad. Su ventaja es la velocidad, tanta como nosotros fuerza.

—Pero, si se mueven tan rápido, ¿cómo vais a enfrentaros a ellos?

Lisange torció el gesto, pensando.

—Ese es el gran inconveniente, pero hemos tenido siglos para perfeccionar nuestros reflejos. Por eso tú eres tan vulnerable.

Christian pasó por mi lado y perdí el hilo de la conversación. Parecía enfermo. Su andar era pesado, sus ojos habían enrojecido y su piel se debatía entre el amarillo y el verdoso, el mismo tono de alguien que está a punto de vomitar. Se desmoronó sobre un sillón con la cabeza echada hacia atrás y los parpados caídos, y se cubría el antebrazo izquierdo con la mano. Parecía apagado, igual que alguien que lleva semanas sin dormir, aunque en realidad fuesen siglos. No me costó comprender por qué se encontraba en ese estado. Me levanté y me dirigí veloz hacia él.

—Es esa cosa, ¿verdad?

Respiraba con dificultad, de forma lenta y profunda.

—Estoy bien, solo será un momento.

—No tienes que hacerlo —musité a su lado. Me miró.

—Ya hemos hablado de esto.

—Lo sé, pero odio verte así.

—En tal caso, me iré a otra habitación. —Hizo amago de levantarse, pero no pudo sostener su propio peso y volvió a caer.

—Christian..., no, no te vayas, por favor.

—Me molesta que pienses que no mereces esto.

—Te quiero —dije a modo de excusa.

Él extendió sus brazos y me rodeó la cintura, yo enterré los dedos entre su pelo y le besé la cabeza.

—Dijiste que nada de superhéroes —susurré.

—Cierto, hasta que se encuentra la razón para serlo. Tomé aire, despacio.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Se separó de mí y me sentó sobre su rodilla, dibujando con dificultad una tenue sonrisa en sus perfectos labios.

—Nada, solo estar juntos —respondió.

Me acurruqué en su regazo. El pulso de su corazón era débil, cansado y de vez en cuando palpitaba mucho más fuerte. Me hacía sentir terriblemente mal notar su cuerpo estremecerse y tensarse en un intento desesperado de mitigar el sufrimiento, sobre todo porque yo era la razón por la que se había inyectado esa cosa. Yo era el motivo de su tormento, y ese sentimiento me recordó las palabras de Helga.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora