Parte IX

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Nos convertimos en el centro de atención de todas y cada una de las personas que estaban allí. Oí cuchicheos, la gente se apartaba de nuestro lado para, supongo, dejar paso a Christian. Salimos de nuevo a la calle. Intenté buscar a Lisange por encima de las cabezas de la gente, pero no encontré ni rastro de ella. En cambio, en el centro del aparcamiento, luciéndose como un pavo real en plena labor de cortejo, resplandecía el sol reflejado sobre la pulida carrocería de su flamante coche. Varias personas se arremolinaban alrededor de él, en especial chicos jóvenes. Pero en cuanto nos vieron no tardaron ni dos segundos en alejarse asustados. Comencé a juguetear con la correa de la mochila inconscientemente en cuanto lo vi, cada vez más nerviosa conforme nos íbamos acercando. Me perturbaba demasiado la idea de estar encerrada en un lugar «pequeño» con él, quizá porque era peligroso, o porque en mi subconsciente aún perduraba esa típica frase materna que te advierte que «no debes subirte al coche de ningún desconocido», porque, al fin y al cabo, no sabía casi nada de él. Nada me aseguraba que fuera a llevarme a casa, tal vez su destino fuera un descampado o un callejón oscuro. Estaba jugando con fuego, era consciente, pero por alguna inexplicable razón no me importaba. No sé qué tipo de fuerza extraña me empujó a acceder, tal vez la esperanza de que tuviera la oscura intención de poner fin a todo mi sufrimiento.

Me cerró la puerta y se sentó frente al volante. Me revolví incómoda, le tenía tan cerca... Dio ágilmente marcha atrás y salió del aparcamiento, dejando a los chicos de antes maravillados con el potente sonido del motor.

—La otra noche te dejaste algo.

Sin aminorar la marcha, se inclinó sobre mí para abrir la guantera, sujetando el volante con una sola mano. Sacó mi cazadora, doblada con cuidado, y me la puso en el regazo.

—Gracias —musité con un hilo de voz.

Hizo un ademán con la cabeza a modo de asentimiento.

Me aclaré la voz con disimulo y abrí la mochila para guardarla dentro.

—¿Qué es eso? —me preguntó de pronto.

—¿Qué es qué? —dije, sorprendida de que existiera algo interesante entre mis cosas.

—Ese libro. —Alargó un brazo y apartó la manga de la cazadora que ocultaba el título del volumen de tapas desgastadas que había guardado esa mañana—. Romeo et Juliette—leyó arrugando la frente.

—No es mío —me apresuré a decir, incómoda. Él volvió a centrarse en la carretera.

—Lo sé. —Eso me descolocó por completo—. Imagino que es de Lisange.

—¿Cómo lo...?

—Aquí todos nos conocemos bastante bien —hizo una breve pausa apretando con fuerza los dientes, se le marcaron los músculos de la mandíbula—. ¿Lo ha vuelto a leer?

—Supongo que sí, esta mañana, pero, ¿qué problema...?

—Le hace daño —me interrumpió.

¿Por qué Christian Dubois, gran predador, se preocupaba por Lisange?

—¿Acaso eso te importa?

—Es complicado.

—¿Por qué? ¿Por qué es tan importante ese libro? —Mantuvo la vista clavada en la carretera.

—Pregúntaselo a ella.

Guardé silencio y miré por la ventanilla. La ciudad se movía muy deprisa a nuestro paso. Él retorcía el volante entre las manos.

—Creo que prefiero ir andando —aventuré—. Déjame aquí, por favor.

—De ninguna manera.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora