Sobre la razón y el corazón Parte I.

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Tomé aire y me abracé a mí misma. Jerome teníarazón. Debí haber escapado. Correr siempre era más fácil.Miré a la gente libre en el destartalado muelle haciendocosas sin importancia y envidié la simplicidad que sus vidasemanaban. Pero era absurdo pensar en eso, ¿no? 

 Entonces, mis ojos se clavaron en algo que consiguiódetener mis pensamientos. Algo brillante y colorido entreaquella podredumbre. Una figura pálida y bella, hondeandouna melena como el fuego bajo la fría noche. 

—¿Qué te pasa? 

Me puse en pie de inmediato, intentando comprobar simis ojos me engañaban, pero la imagen se iba cubriendo porla multitud frente a ella. Sin pensarlo dos veces, corrí haciala rampa de acceso. 

—¿A dónde vas? —escuché decir a Jerome de fondo. 

Mi pecho vibraba de exaltación mientras me abríapaso a codazos entre los incautos humanos que hacían colapara acceder al barco. Atravesé el muelle hacia el embarcadero en dirección a esa callejuela. No la veía, pero sabía queestaba ahí. La había visto. Cuando llegué al punto justo, se había esfumado. Miréalrededor, busqué con la mirada por todo el lugar, ansiosa,sin hallar ni un leve rastro de ella y, al instante, sentí unapesada sensación caer sobre mí. Decepción.—¿Ibas a alguna parte?Me giré y ahí estaba Lester, alto e implacable, con esafrialdad autómata y desprovista de emociones.Pensé en Jerome y en la amenaza de Hernan. El barcose alzaba imponente detrás de él. Dirigí una última miradaa la callejuela, apreté la mandíbula con fuerza y regresé denuevo al muelle. Lester, tras de mí, clavaba sus ojos en cadauno de mis movimientos y, por alguna razón, estaba convencida de que, en esa ocasión, no era el único que lo hacía...Sin embargo, no regresé a la cubierta, ni siquiera a micamarote. 

Ver a Christian me había perturbado, lo había puestotodo patas arriba. No quería verle pero, a la vez, una necesidad se abrió paso dentro de mí de manera arrasadora: saberque estaba bien. Aún seguía sin saber qué sentía. ¿Odio?¿Rabia? ¿Dolor? ¿Todo a la vez? Quería llorar y gritarle milveces el dolor que me había causado, lo que le quería y elodio que me producía el hecho de que se lo hubiera cargadotodo. ¿Cómo iba a perdonar eso? ¿Cómo? No era racionalolvidar algo así. Jamás podría hacerlo. Nunca. Y esa certezaera tan desoladora... 

Saber que nunca volvería a ser parte demí, era igual de terrible que el propio hecho en sí.Bajé veloz y me planté en la sala, en la sombra frente aesa puerta a la que Hernan me había prohibido acercarme.No tenía la llave que Elora me había dado, pero llegados aese punto, no me importaba no tenerla. Por primera vez hicealgo productivo con mi extraordinaria fuerza y partí el picaporte con un único golpe de mi mano. Con vacilación, rocé lamadera con la yema de mis dedos y la empujé con suavidad. La puerta chirrió, como todo lo demás en aquel destartaladolugar, pero nadie pareció escucharme. Dentro, solo habíaoscuridad. Dudé al dar un paso al frente. 

Ese paso significaba muchas cosas: estar dispuesta a verle, a escucharle y aaveriguar la verdad, por poco que me gustase. Sin embargo,no le vi al entrar. Aquella negrura era demasiado densa eimponente. Para ser sincera, no tenía ni idea de qué podríaencontrarme ahí dentro. Bajé por una escalerilla y encontrédos puertas, una a cada lado. Me decanté por la derecha.Abrí la puerta.Al segundo, tropecé con algo. Ahogué un grito, más porlo que mi mente podía imaginar que porque hubiese notadoalgo nada más común que una caja de madera. Por suerte, nollegué a caer. El pequeño haz de luz que penetraba en aquellahabitación proveniente del descansillo dejó al descubiertovarias cosas tiradas por el suelo; muebles, telares, incluso unhacha... Algunos objetos pequeños rodaban de un extremoal otro de la estancia por el vaivén de las olas. 

Ahí dentro, elcrujido de las maderas provocado por la presión del agua eraincluso más evidente. 

—¿Christian? —musité. 

Todo estaba silencioso, excepto por el débil palpitar deun corazón. Sería inútil decir que no me puse nerviosa. Loestaba.Sin embargo, no necesité mucho tiempo para recorrerla sala y descubrir la verdad: que él no estaba ahí... y que esecorazón no le pertenecía. 

—Sabía que no podrías evitar la tentación —dijoElora. 

Pegué un pequeño grito. Estaba tan absorta en lo quehabía ahí dentro que no me di cuenta de la sombra esbelta yperfecta que había aparecido tras de mí. 

—Me mentiste —le dije—. ¿Dónde está?

—En esta habitación seguro que no. 

Sonrió de forma taimada y giró alrededor, haciendoque su vestido barriera con elegancia el sucísimo suelo deaquella sala. 

—Dijiste que estaría aquí. 

—Digo muchas cosas, ¿verdad? —Ensanchó la sonrisa. 

—¿Qué le habéis hecho? 

—Tiraste la llave —me recordó—. Perdiste tu oportunidad. —Me recorrió con la mirada—. En todos los sentidos.Su futuro o su presente jamás te han pertenecido. 

Dicho esto, hizo girar la cola de su vestido y desapareció escaleras arriba. 

—¿Qué le has hecho? —exigí de nuevo. En esemomento, me daba igual lo que pudiera hacerme. 

—Darle una lección —dijo sin más, deteniéndose, perosin volverse hacia mí—. Igual que a ti. 

Retrocedí. En ese momento, Lester apareció por elmarco de la puerta, seguido de Silvana. 

—Qué... 

—Aseguraos de que aprenda la lección. 

—Segá un plaseg...

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora