Parte XVI Dolor, simple y llanamete, dolor. III

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Llegamos a una cafetería. En cuanto entramos por la puerta, me llevé las manos a los oídos: la cantidad de sonidos que rodeaba el lugar era espantosa; creí que la cabeza me iba a estallar.

—Christian..., no voy a hacerlo —susurré. Se volvió hacia mí, pero no dijo nada.

—No quiero hacerles daño —continué.

—Sobrevivirán, te lo aseguro —dijo esbozando otra de sus maravillosas sonrisas.

—Pero... —intenté decir.

—Lena —interrumpió—, te voy a pedir que confíes en mí solo por esta vez, ¿lo harás?

Nadie, absolutamente nadie, podría haberse negado a esa mirada. Sentí que vendía mi alma por sus ojos.

—De acuerdo... —musité.
—Bien —se enderezó—, vamos.
Christian me condujo hasta la mesa más alejada, a la sombra, el único lugar de la cafetería que no tenía ventanas, y tomamos asiento. Inmediatamente después, sus ojos ya recorrían veloces a todos los pobres humanos que había allí. —¿Qué hacemos ahora? —suspiré aún meditando si iba a hacer lo correcto.

—Esperar y estar muy atentos —susurró.
Eché un vistazo a mi alrededor. No había mucha gente. —¿Qué es lo que estamos buscando? —pregunté con curiosidad.

—Ahora que tienes los sentidos más desarrollados, debes aprender a percibir su estado de ánimo.

—Me has traído a una cafetería, ¿tienes idea de la cantidad de sonidos que hay aquí dentro?

Platos, cubiertos, voces, risas, bostezos, respiraciones, cigarrillos encendiéndose y apagándose, corazones movién- dose a muy diversas velocidades... todo a un volumen sobre- natural que me embotaba la cabeza. Él hizo una pausa en el recorrido de sus ojos y señaló con la mirada una de las mesas centrales.

—Te acostumbrarás. Ahora, mira ahí —empezó—. ¿Ves a esa joven? La que está sentada en el centro de aquel grupo de estudiantes.

Seguí la dirección de sus ojos y la vi. Físicamente pa- recía más o menos normalilla, con el pelo rubio recogido en una larga coleta alta, ojos saltones y brillo de labios última tendencia. Al principio me costó verla, pero oírla... No sé cómo no había reparado en ella antes, parloteaba sin cesar gesticulando mucho con las manos y coreada por su propia risa chillona.

—Sí...

—Se ha pasado toda la semana torturando psicológi- camente a la chica que tenemos justo a nuestra izquierda; no la mires, ya ha tenido bastante por hoy.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunté impresionada.

—Mira en su interior, lee su rostro.

Me giré hacia él.
—Yo no sé hacer eso.
—Tienes razón, aún es pronto —concedió frunciendo los labios.

—Entonces, ¿qué hago?

—Ver y escuchar. Esa rubia se merece un poco de su propia medicina.

—No soy quién para administrar justicia —dije echándome hacia atrás en la silla.
—Ella continuará haciéndolo; no es la primera vez que la he visto despreciar a los que tiene alrededor.
Era curioso que, precisamente él, me hablara de esa forma. Él, que se divertía a costa de hacer daño a los que eran como yo. No sabía ni por qué le hacía caso, pero fijé mi mirada en ella intentando ver en su interior.
—Concéntrate en su satisfacción, Lena, en su vanidad. ¿Puedes percibir cómo se regodea? —Creo... que sí.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora