Todo es demasiado complicado. Parte 2

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—Sujétate.

—¿A dónde vamos? —le pregunté mientras hacía rugir un par de veces el motor antes de arrancar.

—A un lugar peligroso.

Sonreí para mis adentros mientras hundía la cara en su espalda. El viento era gélido a nuestro paso, pero tremenda- mente agradable, acrecentado por la gran velocidad a la que conducía Christian. Me sentí un poco avergonzada al ir montada junto a él vestida con un ridículo pijama, en especial porque, de haberlo sabido, me habría pasado toda la tarde decidiendo qué ponerme. Pero no había gente por las calles y tampoco coches transitando. La única persona que me veía era, en realidad, la única que importaba.

Inspiré su aroma, intentando adivinar a qué olía tan maravillosamente bien, pero no logré adivinarlo; no se pare- cía a nada que conociera, pero era hipnotizador, agradable y dulce.

Sin darme cuenta, abandonó la carretera y emprendió un recorrido cuesta abajo a través de la maleza. Me aferré más fuerte a él, estaba segura de que le hacía daño, pero él no me lo diría nunca. Ese camino no fue largo; poco después comenzó a aminorar la marcha hasta que se detuvo con suavidad. Él desmontó antes que yo y me tendió un brazo, pero aún así bajé tambaleándome.

—¿Cómo estás? —preguntó acariciándome el cabello.

Mi pelo era ahora una masa informe por el viento. En cambio, él estaba perfecto, como siempre.

—En pijama y despeinada. Perfecta, ¿no?

Christian dejó su cazadora sobre la moto, me tomó de la mano y comenzó a andar.

—No me importa cómo estés vestida o en qué extraño estado se encuentre tu cabello —me halagó mirándome con intensidad—, solamente quiero compartir esta noche contigo.

Intenté ocultar la sonrisa boba que acababa de dibujarse en mis labios.

—Es fácil decirlo cuando vas vestido así —me quejé contemplando a mi alrededor—. Por cierto, ¿a dónde me llevas?

—A un sitio donde podemos estar solos, sin gente, así que no tienes nada de lo que preocuparte; nadie más te verá con ese encantador «conjunto».

Cerré los ojos e inhalé la brisa que llegaba hasta nosotros.

—Huele a mar y escucho las olas moverse, ¿vamos a la playa?

—Mira ahí delante.

Nunca había estado en ese lugar, así que no tenía ni la más remota idea de qué cabía esperar. Apartó un poco las ramas de unos árboles y desplegó ante mí una visión increíble. En efecto, lo había adivinado.

—La llaman el cementerio de catedrales. Fíjate en la forma de esas inmensas rocas.

Hacía mención a su nombre, de eso no cabía ninguna duda. Las rocas eran tremenedamente altas, enormes pilares marrones, carcomidos por el mar, que se unían a la costa con extraños arcos y formas imposibles. Ahí abajo se veían varias galerías que penetraban en la profundidad de la piedra.

—Oh... —No se me ocurrió nada mejor que decir.

Sonrió contento y me guió por los irregulares tablones de madera seca que descendían a la pálida arena cubiertos por pequeñas hierbas punzantes al tacto. El lugar estaba protegido por esas inmensas agrupaciones de roca. Desde ahí abajo eran incluso más impresionantes, debían de medir como un edificio de diez plantas por lo menos. Frente a todo aquel espectáculo se extendía el océano, amplio y brillante, las olas rompían contra la orilla, altas pero tranquilas. Su sonido era relajante y apaciguador, algo que en esos momentos necesitaba con urgencia. Sentí que en ese lugar podría olvidarme por un instante de todos los problemas. Andamos cogidos de la mano, paseando por la orilla. El mar parecía una gran gema, un enorme topacio que reflejaba una luna enorme, reluciente y redonda sobre el cielo, más perfecta que cualquier otra noche, iluminando nuestros pasos a través de la fina arena que se hundía entre mis dedos. Su luz encendía la espuma de las olas haciéndolas parecer auténticos diamantes.

Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora