Capítulo 2 III

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Mi desesperación aumentó cada vez más y más. El perfecto desconocido de la biblioteca se convirtió en mi motivación, lo único que me hacía levantar de la cama para ir a un lugar atestado de gente en el que me miraban como si fuera un bicho raro. Pero él no estaba allí la mañana siguiente. Quizás al fin y al cabo tan solo fuera una alucinación. No, me negaba a creer eso, lo había sentido... Había sentido aquel fuerte latido brotar dentro de mí.

A cada hora me levantaba de mi asiento y barría todo el lugar con la mirada buscando un rastro de él, pero siempre obtenía el mismo resultado. Poco a poco fui abandonando toda esperanza de volver a verle, así que mi única labor a partir de ese momento consistió en dedicarme a la vida contemplativa.

Me sentaba y observaba a la gente, intentando recordar algo, pero siempre sin conseguir ningún resultado.

En una de esas mañanas tan poco fructíferas, lo vi. Él ya estaba allí cuando nosotras llegamos, oculto en la misma mesa de la otra vez, la única zona donde no había ventanas, pero en esta ocasión estaba solo. En cuanto posé mis ojos en él, se levantó y caminó en dirección opuesta. Sonreí para mí misma; lo sabía, era real, de carne y hueso. Lo seguí con la mirada, pero desapareció detrás de una esquina.

Lisange estaba concentrada en una pantalla de ordenador buscando las referencias de unos títulos. Volví a mirar en dirección al pasillo por donde había desaparecido y me mordí el labio pensando a toda velocidad. ¿Y si le seguía? Necesitaba verle más de cerca. Tomé una decisión: esperaría a que Lisange comenzara a buscar sus libros y luego me escurriría de su lado.

Lo busqué por los pasillos, entre las numerosas y pobladas estanterías, pero no lo encontré por ninguna parte. Era como si se lo hubieran tragado las paredes, o como si se hubiera sumergido en el interior de alguna novela. Iba a darme por vencida, pero entonces vi una pequeña escalerilla de madera que ascendía a otro nivel de la biblioteca. No me había fijado en ella hasta ese momento, ni siquiera en las concienzudas misiones de exploración que había llevado a cabo desde prácticamente el primer día. Esa zona parecía desierta. Vacilé, pero había algo en ese chico que me obligaba a querer sentirlo cerca, como si lo necesitara. Subí poco a poco, intentando no hacer ruido. Debía verle, aunque solo fuera una vez más, un pequeño e insignificante segundo...

La parte superior estaba formada por más estanterías, pero su contenido eran libros muy gastados, quizá descatalogados o demasiado antiguos como para resultar útiles a la mayoría de los usuarios. La iluminación era escasa en esa zona, procedía de una ventana semicircular que nacía des- de el suelo, y una densa atmósfera de polvo rodeaba todo el ambiente.

Mi respiración se detuvo casi al instante. Ahí estaba, al fondo, apoyado contra el vidrio, concentrado en un grueso tomo cuyo nombre no fui capaz de leer. La tenue luz que penetraba por los viejos cristales lo hacía brillar como si de una aparición se tratase. Estaba de perfil y ¡qué maravilloso perfil! Nariz recta, labios generosos, rojizos, extremadamente perfectos. No podía ser humano; ningún hombre o mujer habría podido concebir un ser con semejante belleza, una belleza oscura y... atroz. Lo rodeaba un aura de misterio, como si fuera un espectro, quizás era eso lo que tanto me atraía de él. ¿Por qué no podía dejar de mirarlo?

Observé cada uno de sus movimientos a través de un hueco entre dos libros a unos tres metros de él, procurando no moverme para que nada me delatase. Pero casi derribé la estantería sobre la que estaba apoyada cuando se volvió lentamente hacia mí. Su mirada se clavó en la mía y una pequeña descarga eléctrica sacudió todo mi cuerpo. No dijo nada, se limitó a dejar lo que estaba leyendo en su sitio y a dirigirse de nuevo a la escalerilla.

Escondí la cabeza tras una enciclopedia muy desgastada cuando pasó por delante sin volver a fijarse en mí. Me sentí avergonzada por la manera en la que me había descubierto espiándolo. ¿En qué estaba pensando? Dejé el tomo y bajé de nuevo, poniendo especial interés en el lugar don- de colocaba cada pie. Al llegar al último peldaño, me di la vuelta y choqué contra algo, o más bien contra alguien, y caí torpemente de espaldas sobre los últimos escalones. Alcé la mirada desde el suelo y lo vi de nuevo, frente a mí. Hizo ademán de tenderme una mano para ayudarme, pero me levanté y salí corriendo antes de darle tiempo a decir algo.

De regreso hacia la zona habitada, encontré a Lisange. Llevaba una pila inmensa de libros en un brazo, pero los cargaba como quien lleva una fina carpetilla, sin tambalearse ni mostrar un leve atisbo de esfuerzo.

—¿Te ayudo? —le ofrecí mientras desviaba una mira- da nerviosa en dirección al pasillo del que había regresado. Ocultar la cabeza detrás de todo aquel montón me parecía una brillante idea.

—No gracias, Lena, ya casi he terminado.

Colocó un nuevo tomo en la cima de su improvisada montaña sobre el regazo.

—¿Cómo puedes cargar con todo eso? —le pregunté perpleja, olvidándome por primera vez del desconocido.

—Llevo aquí mucho tiempo —me respondió con una magnífica sonrisa—, ya me he acostumbrado.

Pero, entonces, él pasó por nuestro lado y mis rodillas comenzaron a temblar. Temí que dijera algo referente a lo que había ocurrido un par de minutos antes, pero no lo hizo, ni siquiera ladeó la cabeza en nuestra dirección. Siguió andando y se alejó de nuevo.

—Lisange... ¿quién es ese? —le pregunté en un susurro apenas audible.

Ella olvidó de pronto el libro de gramática griega que tenía en una mano y siguió el recorrido de mis ojos. Su cuerpo se tensó de tal manera que hasta yo pude sentirlo. En ese momento, él dirigió sus ojos hacia ella como si pudiera percibirla y se mantuvieron la mirada a través de toda la sala sin pestañear. Yo los contemplaba a los dos, atónita.

—¡Lisange! —exclamé zarandeándola—. ¿Qué ocurre?

Ella salió del trance y, en ese momento, con movimientos sutiles y elegantes, él abandonó la sala visiblemente molesto. Ella se relajó de nuevo y, por fin, se volvió hacia mí.

—¿Vas a explicarme qué ha pasado? —la insté de nuevo—. ¿Quién era? ¿Por qué se ha ido?

Dejó la pila de libros sobre una mesa y me miró con- fundida por mi repentina impaciencia. Lo pensó mucho antes de juntar su cabeza con la mía y decirme en susurros:

—Se llama Christian Dubois, es gente peligrosa.

—¿Le conoces? —pregunté.

Ella observó la puerta por la que él había salido.

—He visto lo que es capaz de hacer, es un asesino. 

Eso no tenía sentido.

—¿Y por qué no está en la cárcel?

—¿La qué? —preguntó, y noté cierta ironía en su voz—. No hay lugar capaz de mantenerle controlado, Lena. De todas maneras, ni un solo policía se atrevería a acercarse a él a menos de cinco metros de distancia. Aléjate de él, dime que lo harás.

No entendía nada, no parecía tan peligroso como para salir corriendo, pero su mirada era suplicante.

—De... acuerdo, supongo.

Ella asintió y volvió a su torre de libros, mucho más relajada. Sin embargo, no pude olvidarle. Sabía de él exacta- mente lo mismo que de mí, es decir, poco más que el nombre. No podría tocarle, ni hablarle, ni siquiera mirarle porque Lisange estaría pendiente de cada uno de mis movimientos. Lo único que me quedaba era el recuerdo; así que cerraba los ojos y rememoraba aquella vez en la que nuestros ojos se cruzaron, aquel momento en el que mi corazón se desbocó al pasar por su lado.

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Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora