9. Patos y gaviotas - Abel

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Abel - Philladelphia
Parque Penn Treaty, Nov. 15:30 pm


El cielo está tan nublado que casi no hay luz solar. Así que Micah y yo podemos caminar por el parque sin necesidad de usar la capucha de la sudadera para protegernos la piel. Hace frío, pero no me importa, porque cuando llegamos al parque, no hay nadie más aparte de nosotros. Nadie que nos mire de modo extraño o que haga preguntas. Es como si todo el parque nos perteneciera; como si fuera todo solo para nosotros. Echo a correr por el cesped con los brazos extendidos simulando que vuelo, sintiendo el viento helado sobre el rostro, empezando a enfriarme la nariz. Miro hacia atrás cada tanto para ver si Micah me está siguiendo, y lo hace, pero no corre conmigo; en cambio camina a paso lento, con las manos en los bolsillos, observándome desde lejos. Me detengo en mitad de la carrera y doy la media vuelta, empezando a trotar hacia atrás, llamándolo para que me acompañe. Cuando hablo, mi voz suena a jadeos por culpa de la agitación:

—¡Vamos, Micah! ¡Alcánzame! —le grito, y él responde algo que no puedo oír.

Al mirar a mi alrededor no veo a ningún pato. Ninguno en absoluto, y suspiro sintiéndome un poco triste. Esperaba poder alimentarlos, como hacíamos hace unos meses en este mismo parque, pero parece que se fueron cuando se terminó el último día de calor. En el cielo tampoco alcanzo a divisar otra cosa que gaviotas, y vuelvan demasiado alto como para llamar su atención. Me paro a descansar y recuperar el aliento por unos instantes, amasando el pan en mi mano dentro de mi bolsillo para convertirlo en migajas por si algún ave aparece. 

Empiezo a convencerme de que es inútil seguir buscando y regreso con Micah, que se ha sentado bajo un árbol, en una banca. Cuando llego corriendo a su lado, se agacha en torno a mí y me sujeta ambos extremos de la sudadera para encajar ambos lados del cierre y subírmelo casi hasta el cuello:

—No vayas a resfriarte.

—No hay patos —le digo, suspirando.

Mi hermano levanta los hombros, indicándome con ese gesto que no podemos hacer nada al respecto, haciendo que me desilusione todavía más.

—Quizás la próxima vez.

—Pero ya había molido todo el pan —suspiro, levantando la mirada para mirar a las gaviotas cruzar el cielo sobre nosotros. La luz intensa de la mañana me lastima los ojos y me hace bajarlos otra vez, frotándomelos con los nudillos. Micah se da cuenta y me echa la capucha sobre la cabeza para protegerme la vista—. ¿A las gaviotas les gusta el pan?

—¿Por qué no lo lanzas y lo averiguas? —sugiere.

—Están demasiado alto —le respondo, mirando el cielo una vez más. De pronto ya no puedo ver a ninguna; aunque estoy seguro de que puedo escucharlas a lo lejos en algún sitio—. ¿Crees que bajen si lo arrojo?

—Puedes intentarlo.

Meto la mano en el bolsillo e intento agarrar en un puñado todo el pan. Lo arrojo al aire y algunas migajas vuelan en el viento. La hierba a mis pies se llena de migajas, pero no viene ningún ave. Respiro otra vez, decepcionado y me siento junto a Micah, en la banca, abrazando su costado. Su cuerpo está cálido y ayuda a que sienta menos frío; pero también menos tristeza.

Él se queda quieto y en silencio unos segundos, pero después siento el peso de su brazo sobre los hombros y el calor de su respiración sobre el rostro cuando me habla de cerca:

—No te pongas triste. Seguro que bajarán y se lo comerán más tarde.

Respondo con una cabeceada y me separo de él para mirarlo:

—No había gaviotas en nuestro pueblo —recuerdo. 

En el bosque donde papá nos llevaba de paseo, había todo tipo de pájaros, pero no gaviotas. Nunca había escuchado una hasta que habíamos llegado a Philadelphia. Tampoco había visto nunca un río tan grande, ni esas enormes construcciones que iban sobre el agua de un lado a otro de la tierra. Micah había dicho que eran puentes, pero no se parecía en nada al puente de madera de nuestro pueblo, que cruzaba el riachuelo. Incluso desde la banca del parque podemos ver este, muy borroso a lo lejos, escondido en la niebla. A veces lo vemos por la noche, resplandeciendo en la oscuridad como una serpiente; adornado completamente de luces coloridas. Me gusta cuando Micah y yo lo observamos desde lejos, siguiendo con la mirada las luces que lo recorren de aquí para allá, que vienen de los automóviles que lo cruzan de un lado a otro.

Micah se ha quedado muy pensativo. No ha respondido nada y sé que está pensando de nuevo en nuestro pueblo y me siento mal por haber hecho que lo recordara. Sé que lo extraña. Fuimos felices allí, hasta el día en que nuestra casa fue atacada por...

Por monstruos.

Sacudo la cabeza intentando no pensar en eso, pues cada vez que pienso en nuestro pueblo, pienso en nuestros padres; y la imagen de sus caras cuando sonreían desaparece en el horrible recuerdo de la última vez que los vi. Estiro los brazos buscando el cuerpo de Micah de nuevo, sintiéndome inquieto y atemorizado, y cuando le alcanzo, abrazo su cuello con fuerza y él me rodea para levantarme de la banca y sentarme sobre sus piernas. Sentir su calor, su olor, el sonido de su respiración, y el de su palpitar en su pecho... me tranquiliza y me hace sentir seguro otra vez. 

Necesito aferrarme a él todo el tiempo, y sentirlo a mi lado para asegurarme de que está conmigo; para recordar que aún le tengo a él, de que siempre le tendré y de que ahora nada va a dañarnos.

HUNTERS ~ vol.1 | COMPLETAOnde histórias criam vida. Descubra agora