—¿Y tú has venido a rescatarme? —solté de forma irónica, alzando una ceja; él no tenía ni idea de lo que era vivir una pesadilla.
—Te ofrezco una ayuda mutua.
—¿No tienes amigos?
Él sonrió y me adelantó un par de pasos.
—Ten un buen día, Helena. Medité un instante y le seguí.
—¿Por qué piensas que necesito tu ayuda? —Pasé la mochila de un hombro a otro, incómoda.
—Porque soy el único aquí a quien no le pones los pe- los de punta —susurró y siguió de largo.
Arrugué el ceño y eché una disimulada mirada a mi alrededor. Muchos nos observaban.
—¿Es cierto? —pregunté, alcanzándole.
—Eres rara, nueva y vives al otro lado del campo. Mezcla todo eso con una conducta un tanto antisocial y tendrás lo que todos piensan de ti.
Me habría encantado decirle que ya me habían puesto esa etiqueta en cuanto puse un pie dentro, que nadie se había esforzado en intentar conocerme pero, en lugar de eso, decidí atacarlo a él. El único que en realidad se había molestado un poco en hacerlo.
—¿Y por qué tú eres diferente?
—Porque siento curiosidad.
—¿Curiosidad? —repetí, rogando para que no me hiciera sentir como una atracción de feria.
—Quiero saber por qué la chica más guapa de todo el instituto no quiere acercarse a nadie.
Desvié un poco la mirada, agradeciendo no poder sonrojarme. Eso me había pillado totalmente desprevenida. Su sonrisa me dejó congelada durante un instante, me recordó mucho a Christian. Tal vez porque ambos alzaban más una comisura que la otra.
—Tengo que irme.
—¡Acabas de llegar! —alegó mientras me desviaba en otra dirección.
—Lo estudiaré por mi cuenta —dije, volviéndome hacia él. Luego me giré y continué andando.
—¡Nos veremos por aquí! —me gritó, dándose por vencido.
Salí antes de que el chico que decía llamarse Jerome pudiera agregar algo más. Había algo desconcertante en el efecto que tenía en mí.
Definitivamente, necesitaba a Christian con desesperación.
—Llegas pronto —saludó Gaelle nada más oírme en- trar por la puerta. Apareció por el pequeño patio interior con un delantal de puntilla algo apolillado sobre la ropa y una manopla para sacar cosas del horno enfundada en una mano—. ¿Qué ha ocurrido?
—No me encontraba bien.
—No puedes irte por las buenas —reclamó de forma autoritaria—. Debes ser responsable.
—Tengo toda una eternidad para hacer el último año de instituto —solté mis cosas sobre la mesa—. Que haya faltado a las dos últimas horas no es un drama.
—No me gusta esa actitud —dijo, poniéndose las manos en las caderas.
Era extraño, quería discutir. Estaba deseando hacerlo, pero no con ella, no con Gaelle que, al fin y al cabo, me había acogido. Respiré hondo y bajé la mirada.
—Lo siento —mentí, aunque no era del todo falso: la- mentaba decepcionarles, pero no perderme esas fascinantes horas de clase. Dudaba que nadie, en su sano juicio, despertara en esa nueva vida para graduarse. Tal vez Lisange, pero ella era... bueno, ella era Lisange. El nudo de mi garganta volvió a formarse con fuerza—. ¿A qué huele? —pregunté, intentando analizar el aroma que percibía.
—He hecho galletas. —Sonrió, olvidándose de la discusión—. ¿Quieres una?
—No, gracias.
Gaelle se pasaba el día en la cocina intentando, sin éxito, tentarme a probar algo. Sin embargo, yo aún recordaba mis primeros días en la casa de los De Cote, cuando, ignorando lo que me había ocurrido, había intentado probar bocado en más de una ocasión y lo que venía a continuación no era nada agradable. Me parecía increíble que ellos aguantaran eso por aparentar ser normales incluso en la intimidad de su propia casa.
—Ven conmigo a la cocina, necesito ayuda.
Lo hice. Era la primera vez que entraba allí. El lugar parecía más bien pequeño y muy recogido. Como había imaginado, no se trataba de una cocina eléctrica, sino más bien una antigua, al más puro estilo «casita de muñecas», con su horno de fuego, sus muebles de madera envejecida y el innecesario pero omnipresente montón de puntillitas blancas esparcidas desde las alacenas hasta los cojines de las sillas. Toda la habitación estaba en ese momento invadida por una gran variedad de cestitas de paja adornadas con elaborados paños de colores y de ellas salían gran variedad de tostadas galletitas recién preparadas.
—Toma. —Me puso en la mano varios moldes de madera—. Necesito que vayas recortándolas.
Tomé aire, me lavé las manos y me puse a ello. Los moldes eran originales, tenían formas divertidas e infantiles.
—¿Sigues intentando tentarme? —pregunté mientras sentía cómo la masa crujía de forma graciosa bajo la presión de un molde con forma de estrella.
—¿Te apetece una?
Puso una nueva horneada justo bajo mi nariz. Un intenso olor a almendra tostada penetró hasta mi cerebro. Intenté sonreír de forma amable y la aparté un poco de mí.
—¿Por qué estás haciendo todo esto?
—Es el inicio del curso escolar. Siempre organizan una reunión de padres para dar la bienvenida. —Volvió a sonreír—. ¡Y este año por fin es en nuestra casa! Estas son las galletas preferidas de Valentine.
Ella no sintió la repentina tensión de mi cuerpo. Se acercó a una nueva cestita y fue colocando las galletas con un mimo y una precisión sorprendentes. Realmente, le apasionaba hacer eso, no me cabía ninguna duda.
—¿En esta casa? ¿No es arriesgado?
—No, llevamos años tratando con humanos. —Sonrió.
—¿Nadie sospecha de la edad de Valentine?
—Bueno, a nadie le sorprende que tarde más tiempo que otros niños en superar un curso. Dicen que tiene déficit de atención por su ceguera.
—Debe ser mortal para ella tener que estar allí año tras año.
—Valentine sabe qué es lo que le conviene. —Gaelle había cesado en su labor para prestarme a mí toda la atención—. Nunca ha sido tan feliz como ahora —sentenció.
—Al menos hasta que he llegado yo —comenté y apartó sus ojos de mí. No había vuelto a hablar con nadie sobre Valentine desde que Christian se fue, a excepción de ese pequeño comentario con Gareth. Decidí que era el momento de que todos le hicieran frente o, al menos, de que dejaran de fingir que no sabían lo que había ocurrido—. Ella cree que mataré a Christian, que os mataré a todos.
—Miente —dijo Gareth desde la puerta de la cocina, estaba lleno de tierra—. Ya te dije que ella miente mucho.
Él entró, dio un beso en la mejilla a Gaelle y depositó otro sobre mi frente; me pilló desprevenida. Era una postura tremendamente paternal en alguien que no conocía tanto.
—No creo que sea capaz de interpretar tan bien como lo hizo esa noche —reconocí centrándome en la masa que había bajo mis manos.
—Christian te habrá hablado de sus tiempos en esta casa y de su buena relación con Valentine —aventuró Gareth.
—Casi nada —reconocí.
—Ella lo quiere más que a ningún otro, y cree que tú se lo has robado —dijo sin vacilar.
—Eso no me hace sentir más segura.
—No, pero él habló con ella antes de irse —aseguró Gaelle—. Por eso al menos ha aceptado tenerte aquí. Si de verdad creyera que eres una amenaza, jamás lo habría hecho. Ya te habría matado, Lena. Valentine es totalmente letal.
—Si te digo la verdad —siguió Gareth, cogiendo la cesta que tenía Gaelle en las manos y cargándola hasta la mesa. Ella salió un instante por la puerta del fondo hacia el descampado—. Creo que deberíais hacer algo juntas, para conoceros mejor. ¿Por qué no bajas tú también esta noche a esa reunión?
—¿Yo? —pregunté como si me hubieran dado un sartenazo en la cara.
—¡Esa es una idea maravillosa, Gareth! —felicitó Gaelle entrando de nuevo con los ojos de pronto iluminados—. Haz que ella vea que te preocupas por encajar en este lugar.
—Mi desconcierto debió reflejarse en mi rostro porque añadió—: Valentine intenta constantemente contentar a esta familia, pero en cambio tú no pareces interesada en absoluto y eso también debe irritarla aún más. Hazle creer que te estás sacrificando por ella.
—No sé si estoy preparada para eso. —Negué con la cabeza.
—Nunca lo sabrás si sigues encerrándote aquí dentro.
—Gareth se sentó a mi lado—. Sé que te preocupa lo que me contaste, pero de verdad creo que necesitas esto, acostumbrarte, ya no por Valentine, sino por ti.
Me dejé caer sobre la silla y me apoyé contra el respaldo, suspirando mientras intentaba pensar a toda velocidad.
—Tengo la sensación de que voy a arrepentirme —susurré para mí misma.
Arrepentirme era decir poco. Nada más aceptar que iría ya estaba intentando encontrar la manera de escaquearme, pero por más excusas que inventara en mi cabeza, no fui capaz de pronunciar ninguna. Al parecer, era algo que tenía que hacer. Mi nueva misión era contentar a una niña de siete años que me odiaba hasta desear acabar conmigo, porque estaba segura de que yo le había robado a Christian o, peor, porque pensaba que iba a matarlo. No me había creído las palabras de Gareth y Gaelle, ella no había finido aquella noche, había visto en sus ojos que todas y cada una de sus palabras eran ciertas o que, al menos, ella sí las creía. Pero parecía ser la única que pensaba igual, ni siquiera Christian la había considerado peligrosa para mí. Se equivocaban, yo estaba segura de ello. ¿Quién sabe si de repente querría abandonar su propósito y adoptar su naturaleza más fiera de gran predadora para lanzarse de nuevo a mi cuello? Ya lo había hecho una vez. No podía evitar sentirme vulnerable en esa casa. Al menos, mientras Christian no estuviera, debía dormir con un ojo abierto.
Me sobrecogió algo pesado en el estómago. Me culpaba por desear con cada parte de mi cuerpo que regresara. Tenía miedo de que las palabras de esa niña fueran ciertas pero debía reconocer que tampoco estaba preparada para afrontar un futuro sin él. Me había precipitado, sí. Debería haberlo convencido para que me llevara con él. Esa habría sido la solución a una buena parte de mis problemas. Ya no podía con la impaciencia y la impotencia de no tenerle allí y de no saber nada. Lo único que me consolaba, si se puede decir así, era el dolor que sentía al recordarlo inerte. Era mil veces más soportable echarle de menos sabiendo que él continuaba en alguna parte, a salvo de mí, que arriesgarme a ver cómo desaparecía para siempre.
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