El hielo también quema. Parte 2.
Con un ligero temblor acerqué un dedo hacia ella y la toqué, recorriéndola de un extremo a otro. Era extrañamente suave y cálida. Su pecho se estremeció bajo mi roce. No pude evitarlo y aproximé mis labios para depositar allí un beso. Confundida por mi reacción, alcé la vista hacia él, pensando que se reiría de mí, pero me sorprendió comprobar que me contemplaba de una forma muy extraña. Se puso de rodillas y empujó un poco mis hombros, hasta que quedé tendida sobre la crujiente capa de nieve. Clavó sus ojos en mí de forma muy intensa, pero yo le devolví la mirada. Parecía que ninguno de los dos comprendía qué estaba ocurriendo, que nuestra voluntad había quedado muy encerrada bajo nuestros cuerpos. Con la respiración agitada, besó mi frente. Luego descendió, con sus ojos muy cerca de los míos y me susurró lentamente.
—Sabes que te amo.
—Lo sé.
Entonces, comenzó a besar mi piel encendiendo to- dos y cada uno de mis sentidos hasta niveles insospechados. Hundí los dedos en la nieve para intentar apagar el fuego que ardía dentro de mí, pero era inútil, sentía cómo cada vez me consumía más con el tacto de su piel.
Volvió a mirarme, con una sonrisa torcida que consiguió marearme y se dirigió a mi hombro. Acaricié su pelo e intenté besar su cuello pero, en ese instante, Christian se dejó caer por completo sobre mí y la piel de su torso se puso en contacto con la mía. Todos mis músculos se contrajeron: el dolor insoportable.
—Para, para. —Se detuvo al instante y se separó con un único movimiento.
—Perdona, no quería hacerte daño. —Me incorporé y acaricié mi piel en un intento de calmar el dolor, pero sin mucho éxito—. ¿Estás bien? —preguntó con ansiedad. Fue a ponerme una mano en el hombro pero, en el último momento, se arrepintió y la apartó, temiendo hacerme daño. Eso no me gustó.
—Solo ha sido un contacto muy directo —intenté tranquilizarlo—. Estoy bien.
—No debí dejarme llevar.
—No has sido tú solo —le recordé, un poco avergonzada. Él fue a decir algo pero...
—Si no estuviera ya muerta, esto me mataría —interrumpió una tercera voz. Christian se levantó de un salto.
—¿Qué haces aquí, Elora? —inquirió, repentinamente furioso.
—Tu querido hermano se preguntaba si habías desertado. —Lo miró y luego dirigió sus ojos hacia mí—. ¿Qué crees que debo decirle?
—Que viva su inmortalidad y deje la mía tranquila—afirmó él.
—Eso no le va a sentar nada bien —respondió ella, sonriendo.
—¿Cómo nos ha encontrado? —pregunté levantándome y colocándome junto a él.
—Ni que fuera un misterio. —Rio—. Bastó con hacer una pequeña visita a los De Cote y saludar a la pequeña Tine.
—¿Los De Cote? —exclamé—. ¿Qué les has hecho?
—¿Quieres que les dé recuerdos? —Me sonrió.
—Miente —dijo Christian para tranquilizarme.
—¿Quién sabe? —Ella rio para sí misma.
—¿A qué has venido, Elora?
—Hay guardianes cerca. —Su rostro se ensombreció—. Tres al Este y dos al Sur.
—Venimos del Sur —informó él.
—Lo sé —dijo, alzando ligeramente la barbilla y colocando una mano sobre su cadera.
—¿Saben que estamos aquí?
—Lo dudo. No son de la Orden. Al menos tres de ellos.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté a Christian, susurrando.
—No hay recuerdos de la Orden en sus mentes —respondió ella—. Pero debemos irnos.
—No vamos a regresar aún.
—¿Vas a dejar que un cazador inspeccione la zona? Estará muerto antes de que pueda descubrir algo.
—Si esto es un juego, lo pagarás caro. —Christian la fulminó con la mirada y me dirigió de regreso a la cueva. La brisa pareció hacerse más fuerte.
—No hablaba en serio, ¿verdad? ¿Gareth no estará...?
—pregunté en cuanto la perdimos de vista.
—No —interrumpió él antes de que pudiera acabar—. Quiere algo.
Llegamos al lugar sin decir ni una sola palabra más. Entramos dentro y Christian se apresuró a guardarlo todo.
—No quiero irme —reconocí, sorprendida por mi re- pentino cambio de parecer.
—A mí tampoco me apasiona la idea, Lena, pero es peligroso que nos quedemos aquí.
—¿Cómo sabes que es cierto? Podría estar mintiendo.
—No vamos a quedarnos para comprobarlo.
—Ella solo quiere apartarte de mí.
—Si quisiera apartarlo de ti, me bastaría con acabar contigo, Lena De Cote —dijo ella con una sonrisilla, apareciendo por la entrada—. Aunque no voy a negar que esa idea ha rondado por mi mente en un par de centenares de ocasiones.
—¡Elora! Es suficiente.
Ella arqueó una ceja de forma escéptica y luego puso los ojos en blanco.
—Os esperaré en el coche.
De pronto, un repentino viento se abrió paso hasta el interior de la cueva. Christian se separó de mí y se dirigió hacia la entrada. Permaneció allí unos pocos segundos, mirando al exterior mientras el aire le alborotaba con violencia los mechones del cabello. Entonces, se volvió hacia mí y ter- minó de cerrarlo todo.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Tiene razón. El tiempo ha cambiado.
Poco después, subí al coche de Christian sin mucho entusiasmo, a pesar de lo incómoda que me sentía allí fuera, bajo el fuerte viento. A Christian, en cambio, lo acosaba una extraña prisa. Se reunió conmigo en el asiento delantero y un par de segundos después, ya estábamos de camino, a pocos metros de distancia del deportivo de Elora. Ella conducía de forma mil veces más temeraria.
Había algo raro en el ambiente: en la tensión, en la forma con la que Christian fruncía los labios y entrecerraba los ojos, en las miradas de soslayo que desviaba a ambos lados de la carretera, era miedo, podía sentirlo por todo mi cuerpo.
De pronto descubrí que estaba deseando llegar. Volver a esa casa extraña para mí no me hacía especial ilusión, pero el viaje de regreso estaba siendo lo suficientemente silencio- so, por no decir incómodo, como para querer escapar de esa situación. No hablé en todo el trayecto, no sé muy bien por qué pero sentía que, de hacerlo, solo sería para pronunciar alguna estupidez y Christian se encontraba en ese estado medio ausente en el que parecía que pensaba que cualquier cosa que hiciera o dijese podría asustarme, así que él también había optado por el silencio.
Me apoyé contra la ventanilla y observé el paisaje o, al menos, lo intenté. Había comenzado a llover. La cantidad de agua que caía por segundo era increíble, mucha más que cualquier lluvia que recordara de La Ciudad. Las gotas pegaban con fuerza contra los cristales, el limpiaparabrisas luchaba con vehemencia por liberarse de ellas, pero resultaba en vano... Apenas podía verse nada ahí fuera, y sin embargo no consiguió que Christian fuera más despacio.
De pronto, algo cayó contra el cristal de la luna delantera, rasgándolo. Dejé escapar un grito. Las ruedas patina- ron a la vez que Christian daba un volantazo y pisaba con fuerza el freno, precipitándome violentamente hacia un lado y luego hacia delante. Los frenos chirriaron hasta detenerse por completo y un fuerte olor a neumático quemado comenzó a llenar el interior del coche.
Durante unos segundos, ambos nos quedamos en silencio, con la mirada fija en la carretera y el sonido del limpia parabrisas retumbando en los oídos.
—No salgas del coche —dijo con voz grave, mientras abría la puerta. Su voz me sobresaltó.
La tormenta se introdujo en el interior del vehículo a través de la puerta abierta. Por el espejo retrovisor, lo vi atravesar la lluvia, iluminado por los faros traseros del coche, y acuclillarse junto a algo en un lado del asfalto. Enfrente, a través de las gotas del parabrisas, divisé los faros del coche de Elora. Ella y alguien que supuse que era Lester se acercaron a Christian. Debería haberle hecho caso, pero no fue así, en un acto involuntario, salí fuera. La lluvia me caló en un par de segundos. Tuve que ponerme una mano a modo de visera para evitar que el agua me cayera en los ojos.
Seguíamos en algún lugar entre las montañas, rodeados de un frondoso bosque y la nieve había desaparecido. La carretera estaba desierta, no parecía que hubiese nadie más allí en varios kilómetros a la redonda. Me reuní con ellos justo cuando Christian movía con un pie el objeto.
—Bueno —oí decir a Elora con un ligero tonillo de satisfacción—, no puedo decir que me sienta apenada.
Esperaba encontrar una piedra, una rama o algo parecido, pero en cuanto le dio la vuelta, retrocedí y grité histéricamente hasta casi sentir que mis pulmones se desangraban. El rostro de Christian se endureció a la vez que palidecía. No era una piedra, ni una rama, sino una cabeza..., la cabeza de Lisange.
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