Mi fuerza de voluntad flaqueó. Di vueltas de un lado a otro, mordiéndome las uñas, no quería hacerlo, no podía concebir un lugar sin él, una vida sin él. Quise retroceder, pero no lo hice, me dejé caer al suelo y escondí la cabeza en- tre las manos mientras una repentina y abundante lluvia me calaba. Me tiritaban los dientes, pero no de frío, sino de congoja; me mordí el labio para intentar pararlo, pero fue inútil. Los ojos me escocían como nunca antes lo habían hecho.
-¿DÓNDE SE SUPONE QUE ESTÁ EL CIELO?- grité elevando la cabeza hacia las nubes.-¿QUÉ FUE LO QUE HICE PARA NO MERECER SER FELIZ?
Aguardé unos segundos mientras la lluvia me empapaba la cara, pero no recibí respuesta. Me aovillé y me tiré del pelo con fuerza, con la mandíbula apretada para no chillar, y lloré sin lágrimas. En ese momento, el viento me trajo un sonido lejano y atenuado por el temporal. Eran unas campanadas. Alcé la vista y divisé a través de la tormenta de agua un pequeño campanario, no muy lejos de allí, entre los árboles.
Busqué a mi alrededor pero no reconocí la zona; era probable que ya me hubiera alejado lo suficiente de la casa de los Lavisier para poder hacer un pequeño descanso en aquel lugar. Me levanté y me encaminé despacio hacia allí. Conforme me acercaba llegaban a mis oídos, mucho más nítidas, unas voces que cantaban.
Deambulé entre los árboles hasta que salí a una pequeña explanada. Allí, no muy lejos, distinguí un pueblucho tan pequeño que no debía de aparecer en ningún mapa y que constaba tan solo de unas pocas casitas muy juntas entre sí. De entre los tejados, se alzaba una vieja veleta sobre una cruz aún más antigua. Me dirigí hacia el lugar serpenteando por las estrechas callejuelas de ese «poblado» hasta llegar al pie de una antigua iglesia. El campanario era alto, con un gran crucifijo algo torcido en la cima. La parte posterior estaba completamente derrumbada, pero del interior del edificio procedían las voces de un coro infantil.
Vacilé, no sabía si podría poner un pie dentro. Nadie me había dicho nada al respecto. ¿Y si me quemaba o me deshacía o algo así? En cualquier caso, sería una muerte mucho más rápida que la que me esperaba y eso era un punto a mi favor. Las puertas estaban abiertas. La luz que se proyectaba del interior era tenue.
Subí dudando las escaleras de piedra irregular y me paré justo enfrente de la entrada. En su interior solo había una anciana arrodillada en el primer banco y un sacerdote dirigiendo al coro en el altar. Toda la iluminación provenía de diversos cirios, muy consumidos, colocados a lo largo y ancho del lugar. Puse un pie dentro y aguardé, pero no ocurrió nada, adelanté el otro y ya estaba dentro. Me miré, continuaba teniendo el mismo aspecto, nada había cambiado. No pude evitar la sensación de decepción que me invadió.
Avancé hasta el penúltimo banco y me senté a escuchar esas voces. A menudo, cuando la gente va a morir intenta hacerlo en paz consigo mismo y con dios. Mi principal pecado había sido enamorarme de la persona equivocada, pero no podía arrepentirme de ello, de nada en realidad; es más, debía dar las gracias porque, a pesar de todo, la muerte me había llevado a la felicidad, una casi efímera y fugaz, pero felicidad al fin y al cabo. Y, si el precio era volver a morir, debía aceptarlo y dar las gracias.
Mi silencioso corazón se conmovió con aquellos cánticos. No había sido exactamente una buena idea entrar allí dentro, mi voluntad se quebraba más y más con cada segundo que pasaba.
Sentía unas ganas terribles de llorar, cada vez estaba más segura de que muchos de mis problemas desaparecerían de poder hacerlo. Si pudiera pedir algo en ese momento, sería llorar una última vez.
El coro efectuó un descanso y el sacerdote acompañó a la anciana hasta la puerta.
-¿Puedo ayudarte en algo?
Levanté la cabeza hacia él; no era un hombre muy alto, tenía un vientre prominente y largas patas de gallo en los ojos. A juzgar por lo canoso de su cabello, debía de tener ya una edad avanzada. Me sonreía de forma cortés.
-Estoy bien -mentí.
-El Señor escucha y atiende las necesidades de tu corazón, hija mía.
-No creo que nadie pueda escucharlo, padre.
-Él es Todopoderoso, no pierdas la fe. Nunca abandona a sus hijos.
Aparté la vista y él se alejó de nuevo hacia el altar. En ese preciso momento me sentía bastante abandonada.
-¿Qué haces aquí? -me susurró de pronto una voz al oído.
Pegué un bote por el susto. Habían tardado menos de lo que esperaba en advertir mi ausencia, pero no me volví hacia él.
-Quería saber si podía pisarla -respondí con voz ausente de vida-. Ya sabes, en las historias de terror los no-muertos no pueden pisar las iglesias. -Chasqueé la lengua con amargura-. Pero no me ha pasado nada, y por lo que se ve a ti tampoco. -Tomé aire-. Así que también mienten en eso...
«No le mires», me ordené a mí misma, «no lo hagas o no tendrás la fuerza suficiente».
-Lena...
«No lo hagas, no...»
-Algún día escribiré un libro contando la verdadera historia -continué sin prestarle mayor atención. Él se sentó despacio junto a mí y me cogió de la mano. Volví a respirar hondo y la aparté-. No deberías estar aquí -dije con voz seca.
No podía permitirme bajar la guardia.
-Tú tampoco.
Contemplé fijamente el altar, e intenté concentrar en mi voz el poco empeño que me quedaba.
-Christian, no quiero que me sigas. -Esas palabras me dolieron, pero era lo que había decidido.
-No voy a quedarme sentado observando cómo te alejas de mí.
-No puedes hacer nada.
-Te equivocas si piensas que de verdad te voy a dejar ir. Es demasiado tarde para mí. -Cerré los párpados con fuerza, no debía mirarle-. Si crees que así nos salvarás, cometes un error. -Su voz era suave, pero dura.
Sentí su mano mojada por la lluvia contra mi mejilla y su aroma penetró en mi interior; el contacto de su piel con la mía reavivó todo ese torrente de sentimientos y sensaciones que me abordaban cuando estaba a su lado.
-Me has condenado a vivir atado a ti.
Elevó mi rostro hacia él, todos mis esfuerzos fueron inútiles. Alcé la vista y sus ojos derribaron todas mis barreras.
-Christian... -musité con voz rota.
Me miró de forma intensa; vi brillar en sus pupilas el mismo sufrimiento que había apresado a mi corazón. Su voz se endureció.
-Vayas donde vayas, Lena, llevas una parte muy importante de mí contigo y yo no puedo vivir sin ella. -Me mordí el labio con fuerza para intentar mitigar el escozor de las lágrimas secas-. Has cambiado todo mi mundo. -Se acercó más a mí, poniéndome su otra mano en la mejilla, sujetándome el rostro como si se tratara de algo frágil-. Así que si vas a dejarme más vale que sea porque no me amas como yo a ti, porque como sea por protegerme estarás cayendo en el mayor error que podrías cometer. -Hizo una pequeña pausa y continuó-. Si te vas, acabarás con mi vida de una forma más cruel y despiadada de lo que podría hacerlo cualquier guardián esta noche.
Sus latidos danzaban desbocados. Aparté un instante la vista y parpadeé varias veces luchando contra el dolor.
-No puedo permitir que estés en peligro.
-¿Acaso crees que yo podría seguir si te ocurre algo, Lena? -dijo apretando los dientes con fuerza-. Tú eres lo único importante en mi maldita existencia, lo único que me hace sentir vivo, lo único que hace latir mi corazón. No puedes apartarme de ti.
-Pero... Lisange me ha contado cómo se mata a un gran predador -musité; él contuvo el aire y deslizó sus manos hasta mis hombros-. Tengo miedo de que te ocurra algo malo.
-Lisange no debería...
-Yo le obligué -interrumpí-, no podéis mantenerme al margen de todo. Es frustrante.
-Es por tu seguridad.
Levanté la cabeza para mirarle a los ojos.
-No saber cómo pueden acabar contigo no me hace sentir más segura, Christian.
Me acarició la mejilla con el dorso de la mano.
-A mí sí. Lena, temo que quieras cometer alguna locura.
-¿Qué quieres decir?
-Cuando he visto que no estabas -susurró-, creí que te había perdido.
-Y eso era exactamente lo que estaba intentando. Alejarme de vosotros...
-Era un plan suicida.
-Es mi decisión y aún sigo determinada a llevarla a cabo. No puedo ignorar las palabras de Helga.
-¿Qué es lo que te dijo? -Guardé silencio apartándome de él. No estaba dispuesta a decírselo, eso solo lo complicaría todo aún más. Él comprendió que no se lo iba a contar y tomó mis manos entre las suyas-. No importa. Solo nosotros podemos decidir lo que ocurrirá a continuación. No existe un futuro escrito, puesto que ni siquiera deberíamos estar aquí. -Alcé la vista hacia él-. Lena, tengo muy claro que si morí aquel día en la selva y acabé en este lugar fue porque debía llegar a ti. La única razón por la que he sobrevivido en este mundo es porque debía encontrarte, y ahora que lo he hecho no pienso perderte. Ni Helga Lavisier ni sus palabras pueden cambiar eso. ¿Por qué debemos preocuparnos de lo que otros digan? ¿Qué es lo que saben ellos de lo que sentimos? Todos olvidaron lo que era el amor hace tiempo.
-No es suficiente -insistí con voz áspera-, no si mueres por ello.
Se prolongó un pequeño silencio. Acababa de revelarle, sin querer, en qué consistía más o menos la advertencia de Helga. Me tomó de los hombros y me empujó un poco hacia atrás, de modo que pudiera volver a encontrarse con mis ojos, y me clavó una de sus miradas más impactantes mientras volvía a hablar.
-Morir por ti sería lo más maravilloso que he hecho en toda mi miserable existencia -susurró.
-No digas eso, yo... -Mi voz se quebró, parpadeé y ladeé la cabeza hacia el otro lado- no podría soportarlo.
-No tendrás que hacerlo, mañana todo será diferente, pero, si te marchas y te ocurre algo... -de pronto,sonrió, acariciando mi mejilla-. Si ambos debemos morir, procuremos que sea lo más tarde posible. Quizás eso no ocurra hasta dentro de una veintena de siglos.
Me sorprendí al descubrir la verdad de sus palabras; puede que tuviera razón, quizás aún teníamos largas décadas por delante para nosotros. Tal vez no tendría por qué acabar todo esa noche. Le rodeé con mis brazos y hundí el rostro en su pecho.
-Veinte siglos no serán suficientes -susurré contra
su camisa-. No pienso perderte.
Christian llevó una mano a mi cabeza y me acarició el pelo con ternura.
-Me alegra que de vez en cuando pensemos igual. - Me dedicó una sonrisa. Su corazón continuaba latiendo un poco más deprisa de lo normal, tal vez por la preocupación-.
¿Has terminado ya con tu pequeño experimento?-me preguntó.
-¿Eh?
-¿No querías saber si te desintegrarías?
-Ah, ese... -dije recordando. Él rió en silencio.
-Volvamos, se hace tarde.
Un pesado nudo se instaló en mi garganta al pensar en lo que nos esperaba ahí fuera. Me tomó de la mano y la apretó levemente para infundirme ánimo. Me aferré a su brazo, y salimos de la pequeña iglesia de vuelta a la casa de los Lavisier.
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