Cinco horas y treinta y siete minutos más tarde, Lisange aparcó de nuevo frente a la casa. Definitivamente, era demasiado tiempo para mí. Había aguantado sin problemas la primera porque fue el tiempo que ese desconocido permaneció allí, pero las cuatro y media restantes se me hicieron eternas. Era incapaz de leer porque sus ojos regresaban a mi mente, ocupándolo todo. Además, un fuerte dolor se había apoderado de mi cuerpo y me debilitaba cada vez más.
Lisange me dejó en la puerta y volvió a marcharse.
Me dijo el motivo, pero no le presté suficiente atención. Miré el edificio que tenía frente a mí, parecía un museo más que una residencia; era todo lo contrario a acogedor, una casa antigua, de piedra, cubierta en buena parte por hiedra seca, la típica a la que no te acercarías sola o de noche. Y ahora se suponía que aquel era mi hogar.
Me resigné, traspasé la verja de hierro forjado y subí la pequeña escalinata gris que ascendía hasta una enorme puerta de madera maciza. Para abrirla tenía que apoyar todo mi peso contra ella porque no había otra forma de mover semejante mole. Tuve que emplear tanta fuerza que, cuando me di cuenta, había aterrizado sobre la alfombra del recibidor, justo en el momento en que el escandaloso reloj del salón dio la media hora. No me moví, me quedé ahí en el suelo, contemplando el frío techo.
Un rostro se interpuso en la trayectoria de mi mirada.
—¿Estáis bien? —dijo tendiéndome una mano.
Su voz era apacible, reconfortante, hermosa... Acepté su ayuda sin mucho énfasis, y él me levantó en menos de un segundo.
—Dos de tres —refunfuñé para mí misma. De tres veces que había abierto esa puerta, dos había acabado sobre la alfombra.
Él me dedicó una sonrisa divertida, había sido testigo de todas y cada una de mis entradas triunfales. Me tambaleé ligeramente; tuve que apoyarme contra el marco de la entrada del comedor por miedo a volver a perder el equilibrio.
Siempre que él me sonreía causaba ese vergonzoso efecto en mí.
Se trataba de Liam. Él era mayor que Lisange, de escasos veinte años. Su cabello era rubio oscuro, casi igual que el mío, largo y recogido en una pequeña coleta a la altura de la nuca; su tez era blanca como la nieve y sus ojos tan negros como los de Lisange. Me recordaba a los príncipes de los cuentos de hadas; sin duda, debían de haberse inspirado en alguien como él.
—¿Cómo ha sido vuestro primer día en la ciudad? —preguntó con su maravillosa voz.
Liam tiene la costumbre de utilizar la segunda persona del plural también en el singular, como se hacía en otros tiempos, aunque eso no era lo único antiguo en él. Su elegancia era un talento natural, capaz de combinar a la perfección americanas, corbatas y chalecos de forma que parecía juvenil y clásico al mismo tiempo. Su manera de actuar también recordaba a épocas pasadas, igual que un caballero de los de capa y espada, de esos que no dudarían en matar a un dragón y escalar a lo más alto de una torre para rescatar a su amada. Su modo de tratarme hacía que me sintiera especial, pero estaba segura de que eso le ocurría a todo el que se cruzaba en su camino. Desconozco la razón por la que no me enamoré de él la primera vez que lo vi.
—Lento..., creo.
—No parecéis muy estable —señaló mirando la forma en que me apoyaba en la puerta—. Tomadme del brazo.
—No hace falta —contesté avergonzada.
—Insisto.
Cogió mi mano y la enroscó en torno a él. Liam era el más alto de los De Cote: debía de medir aproximadamente una cabeza más que yo, que me mantengo a duras penas en la media de una chica de 17 años. Su ropa y la dureza de su cuerpo dejaban entrever unos músculos fuertes aunque no muy voluptuosos.
Me condujo hacia la salita de estar, el lugar de reunión de la familia. Era amplia a pesar de estar dividida en dos niveles, la zona del comedor y la del sofá. Las paredes combinaban la madera y la piedra a partes iguales y de ellas colgaban varias pinturas de aspecto antiguo, entre las que destacaba un enorme retrato de familia realizado al óleo. Eso era extraño, ya nadie tenía cuadros así, o eso creía. Toda la tapicería, desde las pesadas cortinas hasta el escabel que descansaba junto a un sillón, era de un tono esmeralda algo envejecido que le daba un aire muy acogedor. Al final de la sala, una puerta trasera conducía a un pequeño porche con una mecedora frente a los grandes terrenos que se expandían hasta fundirse con el bosque. La casa no era, ni mucho menos, el lugar inhóspito y lúgubre que parecía desde fuera.
Sentí moverse algo en la salita. Allí estaba Flavio, recostado con elegancia en un sillón orejero mientras leía un periódico apaciblemente. También él era joven, pero bastante mayor que yo; parecía un padre, no hay palabra que lo defina mejor. Su rostro era amplio, unos pequeños mechones anaranjados caían sobre sus ojos negros, que contrarrestaban con su pálida piel. Lo que más le caracterizaba eran los grandes hoyuelos que aparecían en sus mejillas cada vez que sonreía; por alguna inexplicable razón, ese rasgo tenía un efecto relajante en mí. Sin embargo, él no era como Liam, poseía un gran atractivo pero no esa belleza arrebatadora del resto de los De Cote. Flavio era abogado y ahora también mi tutor; era extraño depender de una persona que ni siquiera llegaba a la treintena. Él se había encargado de poner toda mi documentación en regla, el grueso sobre que me había entregado con todos los certificados, el pasaporte, los carnés y las tarjetas de crédito, que ahora permanecía cuidadosamente guardado en la mesa de mi habitación.
—Buenas tardes, Lena —dijo saludándome con la mano. De pronto,dos bolas de pelo blanco pasaron como borrones delante de nosotros: eran Caín y Goliat, los dos gatos gemelos de la familia. Ambos eran pequeños, albinos y con la misma mirada oscura de sus amos. No eran gemelos, pero yo era incapaz de distinguir a uno del otro—. ¿Dónde está Lisange? —me preguntó Flavio doblando el periódico sobre sus rodillas y alzando la vista a tiempo para ver cómo me encogía de hombros—. Habrá ido a comprar algo —dedujo mientras lo dejaba en el revistero que descansaba al lado de su sillón.
Dejé mi mochila sobre la mesa.
—Espero que no sea otra tonelada de ropa para mí—dije.
Sí, Lisange había llenado casi por completo mi armario. Fue una de las primeras cosas que me enseñó cuando desperté, y resultó muy impactante. Por suerte se ajustaba mucho a lo que podría considerar mi estilo, aunque no recordase cuál era el mío.
Liam me condujo hacia el sofá, besándome la mano antes de dejarme sentar. Lo miré helada. No era la primera vez, pero eso no hacía que me acostumbrara a ello. El día que lo conocí, se presentó de esa manera y yo, abrumada por su apariencia de príncipe, debatí en mi mente a cuál de todos los protagonistas de películas infantiles se parecía más; creo que ganó el Príncipe Azul de La Bella Durmiente, así que, bueno, era «bastante» guapo. Como es natural, me quedé embobada, algo que a él le resultó gracioso, exactamente igual que ahora. Su sonrisa era amplia y perfecta. Flavio puso los ojos en blanco.
—Deja de jugar, Liam —le alentó—. Dale un respiro a la pobre chica.
—He sido incapaz de evitarlo —contestó riendo entre dientes y sentándose frente a mí.
Miré a Flavio desconcertada.
—Liam se ha quedado anclado unos cuantos siglos atrás. —En ese momento no entendí el significado de sus palabras.
—Continúo haciendo esfuerzos para solventar ese problema —dijo él, pronunciando aún más su cautivadora sonrisa—. En realidad esto hace ya tiempo que conseguí superarlo, pero me pareció divertido.
Tenía un sentido de la diversión un poco distorsionado, pero ¿quién era yo para juzgarlo?
—Lisange quiere que os encontréis completamente a gusto con nosotros —siguió Liam en respuesta al comentario que había hecho antes de que su belleza me arrastrara a
terrenos inexplorados de mi mente—. Tiene plena confianza en que os convirtáis en su hermana y confidente.
Eso contribuyó a que me sintiera peor.
—¿Yo? Pero si no sabe cómo soy; ni siquiera yo lo sé.
—Ella solo espera que estés siempre ahí. Lleva mucho tiempo viviendo sola con nosotros —le apoyó Flavio.
—¿Cuánto?—quise saber.
—Demasiado —prosiguió Liam—. Me persuade a menudo la idea de que se refugia en los libros incitada por nuestra tediosa compañía.
Sonreí y Flavio rió.
—La comprendo perfectamente —dijo él mirando su reloj de bolsillo y poniéndose en pie—. Su forma de... vivir es diferente a la nuestra. Ahora, si me disculpáis, voy a ir a refrescarme un poco; este calor es inaguantable.
Me volví hacia la ventana. No estaba nublado, pero tampoco brillaba el sol como para provocar un bochorno insoportable. Cuando volví la vista hacia Flavio, él ya se había marchado. Liam miraba hacia algún punto por encima de mi cabeza con los ojos cristalinos. Parpadeó dos veces y dijo:
—Tenéis un pequeño aperitivo preparado en la cocina.—Negué con la cabeza.
—Ni hablar, no pienso comer nada, lo vomito todo —contesté fijándome en él con renovado interés—. Tampoco os he visto hacerlo a vosotros.
—Tenemos horarios diferentes —alegó.
—Oh... —Tomé aire, concentrada en retorcer el puño de mi chaqueta nueva.
—¿Puedo hacer algo para ayudaros? —preguntó observando mi labor.
—Estoy preocupada —empecé a decir mientras él se inclinaba hacia delante, apoyando los codos sobre sus rodillas para prestarme mayor atención—. No he conseguido mantener en el estómago nada de nada y en cambio no tengo hambre, ni sed... No lo entiendo, porque tampoco siento que lo necesite —añadí bajando la mirada—. Nada material, al menos.
Él se acercó un poco más a mí.
—Podéis hablar en confianza, Lena; os ayudaré en todo cuanto me sea posible.
—No, supongo que recordar quién soy es algo que tendré que hacer yo sola.
—Por desgracia, sí. Pero debéis saber que la obsesión bloquea en ocasiones la mente. Intentad sosegaros, estos asuntos requieren su tiempo.
—¿Y si no lo consigo nunca?
—Hasta el día más largo llega a su fin. Paciencia, querida Lena, paciencia.
—Me ayudaría más que dejarais de decirme siempre lo mismo, no sabéis lo frustrante que es —dije poniendo los ojos en blanco.
Enarcó una ceja, sacó un pequeño maletín de madera de debajo de la mesa y lo abrió con cuidado. Mantenía la mirada fija en mí mientras colocaba un tablero cuadrado frente a él.
—¿Creéis que seréis capaz de recordar cómo se juega?
—¿Al ajedrez? —Sonreí.
—Parecéis sorprendida.
Del interior del maletín extrajo una delicada cajita tallada en forma de cofre. Lo abrió y colocó cada una de las elaboradas piezas en su lugar con movimientos ágiles y veloces.
—Con esa rapidez podrías hacer trampas y yo no me daría cuenta.
Rió en voz alta.
—No acostumbro a engañar a una dama. —Me sonrió divertido—. ¿Os atrevéis a retarme?
Medité.
—No tengo nada mejor que hacer.
Me acerqué un poco más a la mesa mientras él terminaba de colocar sus piezas con una precisión milimétrica.
Miré mis pequeñas figuras blancas. Decir que eran elaboradas sería menospreciarlas, eran auténticas obras de artesanía. Elegí un peón del extremo derecho para romper el hielo y observé su entrecejo fruncido por la concentración.
—¿Tú también trabajas? —pregunté mientras él decidía su primer movimiento.
Negó con la cabeza.
—No, asisto a clases en la universidad. —Movió el contrario al mío.
—¿Qué estudias? —Avancé otro sin pensar.
—Filosofía.
—Vaya... —Sonreí.
—Resulta interesante conocer qué opinaban del mundo los hombres y las mujeres de siglos pasados.
—A mí me bastaría con saber cómo lo hacía yo. Se interpuso un pequeño silencio entre ambos.
—Imagino lo que estáis sufriendo.
Bajé la mirada.
—Liam, ¿puedo hacerte una pregunta?
Él apartó la vista del tablero y me miró con curiosidad.
—Podéis preguntar todo cuanto queráis.
En cambio, yo sí que centré mi atención en la cuadrícula negra y blanca que se interponía entre ambos.
—¿No tenía amigos?
Él arrugó el ceño, pero fue tan sutil que apenas se le marcó en la frente.
—Imagino que en el lugar donde vivíais sí —dijo—, pero no aquí.
—Pero ¿cómo supisteis de mí? —quise saber. Era algo que aún no me habían contado.
Se tomó su tiempo antes de contestar; parecía meditarlo.
—Después del accidente —me explicó al fin—, vinieron a hablarnos de la situación en la que os encontrabais. Como os dijimos cuando despertasteis, no sabíamos nada de vuestra existencia, así que desconocíamos de qué manera podíamos ayudaros a recordar, solo estaba a nuestro alcance daros cobijo en nuestra familia y eso fue suficiente para que os trajeran aquí.
Me mordí el labio pensando.
—Pero ¿no habría sido mejor quedarme allí? —pregunté—. Quiero decir, creo que me resultaría más fácil recordar.
Él adivinó por dónde iban mis palabras.
—No sabemos si os queda familia, por eso estáis con nosotros, y trasladarnos es imposible por el momento.
—Ya, pero... —insistí— tal vez debería regresar, yo sola, a intentar encontrarme a mí misma.
—Dudo que eso sea una buena idea, no tan pronto, al menos. —Dejé caer la cabeza sobre una mano, abatida; otra vez el tema del tiempo... ¿Cuánto se suponía que debía esperar? No podría aguantar mucho más así. Estaba confusa, desorientada y sola; no importaba cuánto se esforzaran los De Cote en hacerme sentir un miembro de su familia, había un gran vacío dentro de mí, como si me hubieran arrancado algo de golpe, y ese algo era mi pasado. El hecho de no saber cuándo recuperaría esa parte tan importante de mí misma me hacía sentir impotente. No es fácil empezar completamente de cero, sin saber qué hacías, cuáles eran tus sueños, a quién querías, si tenías familia o amigos. En esos dos días que llevaba con los De Cote se había pasado por mi mente la terrible idea de acabar con todo, el problema era que esa posibilidad me resultaba cada vez más tentadora.
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A partir de hoy día 20 de julio, actualizaré dos o tres veces por semana hasta completar la historia. Estad atentos ;)