¿Una vida normal?
Y ahí estaba yo, de nuevo en el mundo. Parpadeé intentando borrar de mi mente toda aquella maraña de emociones y sentimientos que me invadían de pies a cabeza.
Todo estaba siendo muy surrealista y hasta el más mínimo detalle era nuevo para mí. Sabía hacer lo mismo que cualquier persona corriente, la diferencia era que no tenía recuerdos relacionados con mi vida; era como un robot recién formateado y programado. Al principio parecía sumergida en una bruma, sin enterarme de qué era lo que estaba ocurriendo, pero poco a poco esa bruma comenzó a disiparse para dejar paso a la impotencia de una mente sin pasado.
Sacudí la cabeza, no quería volver a pensar en ello. Ahora estaba en la calle, o más bien en el carísimo coche beis de Lisange. Acabábamos de aparcar en frente de un gran edificio antiguo, la biblioteca. Lisange se estaba preparando para hacer un examen de acceso a la universidad, así que acudía allí cada mañana para estudiar por su cuenta. Ella fue el primer miembro de los De Cote que conocí. Había ido a visitarme a mi habitación cuando desperté, aunque en esa ocasión no pronuncié ni una palabra. También me presentó al resto de la familia y me habló por primera vez del accidente.
Cuando dije que no quería quedarme todo el día en casa, Lisange insistió en que la acompañara a la biblioteca. A mí, sinceramente, no me producía especial emoción, pero accedí porque suponía que ese podría ser el primer paso para readaptarme al mundo; por eso y porque decirle que no a Lisange podía convertirse en «uno de los mayores errores de tu existencia» (palabras textuales de Flavio). De todas formas, por algún lugar había que empezar y, ya que no podía recordar ninguno, lo mejor era hacerlo por un sitio donde se pudiese respirar paz y tranquilidad, y donde la gente es- tuviese más concentrada en los libros que en cualquier otra cosa. O eso creía.
En cuanto entramos, todas las cabezas se volvieron en nuestra dirección. Me tambaleé e intenté retroceder, pero Lisange me tomó de la mano infundiéndome ánimos.
—Tendrás que hacerlo tarde o temprano —me susurró al oído.
No les culpaba, yo también me habría quedado mirando si de repente apareciera alguien como ella: rostros así no se ven todos los días. Tenía el aspecto de una muñeca de porcelana, con la tez blanca e inmaculada, los ojos grandes y negros, y el cabello de un rojo intenso que brillaba de forma casi sobrenatural. Pero si había algo que la caracterizaba, incluso por encima de su belleza, era precisamente su sonrisa y su mirada de eterna ensoñación. Nada más verla, podía decirse que era una de esas pocas personas que parecen felices.
También se fijaban en mí, pero imaginaba el porqué. No había tenido ocasión de mirarme en un espejo porque no había encontrado ninguno por casa, pero yo, al lado de ella, debía de tener el aspecto de un monstruo. La verdad es que había conseguido verme a duras penas en el reflejo del coche, y lo que había descubierto tampoco era algo sorprendente. Dentro de lo que cabe, mis facciones eran más o menos normales, pero a juzgar por el color de piel que veía en mis manos y el rubio oscuro apagado de mi pelo, en contraste con Lisange se me veía probablemente demacrada... Suspiré.
—¿Cómo te encuentras?
Buena pregunta. Simple, si te conoces a ti misma o algo a tu alrededor, pero complicada si de repente te despiertas sin tener ni idea de quién eres.
—He abandonado la cama con todo lo que eso implica —susurré—. Voy a enfrentarme de nuevo al mundo, así que no sé qué decirte.
—Lena, ¿prefieres que volvamos a casa? —me preguntó en tono preocupado.
Ver que en su rostro comenzaba a dibujarse un atisbo de desilusión hizo que me sintiera terriblemente culpable.
—No, no —mentí—. Vamos.
Volvió a aparecer aquella sonrisa que tan especial la hacía. Aún no comprendo cómo ese pequeño gesto pudo hacer que, contra el deseo de mi mente, mi cuerpo se relajara, cuando en mi cabeza lo único que deseaba era volver a la seguridad de la habitación.
Me condujo hacia una de las mesas más alejadas. Desde allí al menos esquivábamos gran parte de las miradas. Ella sacó una lista del bolso, dejó sus cosas sobre una silla y se dirigió a uno de los pasillos más cercanos mientras yo la acompañaba paseando entre montones de libros. El suelo crujía bajo nuestros pies y retumbaba por las paredes rompiendo el silencio. Las estanterías eran de madera oscura, como todos los muebles del lugar, y eran tan altas que había que utilizar una escalerilla para acceder a los estantes superiores, aunque en esa zona solo se encontraban los ejemplares más antiguos y amarillentos. Todo en aquel lugar desprendía olor a polvo. Parecía un laberinto, en cualquier recoveco encontraba una nueva estantería o un camino que conducía a otros niveles.
La cantidad de libros era tal que algunos incluso se apilaban en el suelo en peligrosas e inestables torres.
Seguí a Lisange buscando algo que llamara mi atención, pero sin mucho éxito. No sabía qué hacer para comen- zar a recordar. Cogí al azar un ensayo sobre el Imperio maya, e hice un gran esfuerzo por concentrarme en el resumen de la contraportada.
Era inútil. Creer que ese era un buen lugar para empezar suena aún más estúpido cuando lo piensas tiempo después. Pero yo estaba completamente perdida en aquel nuevo mundo. Imaginaba que, si intentaba llevar una vida más o menos normal, los recuerdos regresarían a mí de forma paulatina, con cada acción. Suponía que, por ejemplo, si cogía un libro o escuchaba una canción que ya había leído o escuchado antes, me acordaría del momento exacto en el que lo había hecho, pero tampoco fue así. Pasé por delante de estanterías y vi títulos que sin duda alguna conocía. Me emocioné porque era capaz de recordarlas historias, los personajes e incluso el nombre de algunos de los autores (y eso ya era un gran logro), pero no era capaz de visualizar en qué momento de mi vida lo había hecho, y no entendía por qué.
Le di la vuelta al ensayo; no, era muy probable que el Imperio maya no me ayudara a reconstruir mi pasado. Fui a dejarlo de nuevo en su sitio cuando algo pasó por mi lado, como una brisa helada. Giré la cabeza para ver de qué se trataba y me quedé congelada en el lugar. El vello de mi nuca se erizó y un extraño escalofrío me recorrió toda la espalda. Contuve el aire, incapaz de respirar, y de pronto sentí una dolorosa punzada en el pecho. Me llevé la mano hacia ahí, repentinamente mareada. Mi corazón latió con tal fuerza que me hizo retroceder, un único latido que bombeó un intenso dolor por todo mi cuerpo. Un espasmo brutal al cruzar mis ojos con los suyos. Era un chico, pero no uno cualquiera, más bien como una sombra, oscura, siniestra y fascinante. Me miró durante una décima de segundo y ladeó de nuevo la cabeza hacia el frente, caminando en dirección a las mesas más alejadas. Las piernas me temblaron y se doblaron, habría caído al suelo si el brazo de Lisange no lo hubiera impedido.
—¡Lena! ¿Qué te ocurre? —Estaba perdida y confusa. El dolor en el pecho me impedía respirar, como si algo me hubiera atravesado, y sentía una agonizante sensación de vacío—. ¿Lena?
Volví bruscamente a la realidad. Me enderecé a pesar de que mis rodillas aún temblaban. Lisange me miraba con el rostro marcado por la ansiedad y la preocupación.
—Estoy bien —balbuceé—. He pisado mal.
—¿Estás segura? —No parecía nada convencida. Levanté de nuevo la vista en su dirección y vi cómo
se alejaba con andar tranquilo. Había algo en ese chico que me impedía fijarme en cualquier otra cosa que no fuese él. Era alto y delgado, con el pelo tan negro como el carbón, igual que sus ojos; su piel, en cambio, era pálida, como si se hubiera pasado los últimos diez años encerrado sin ver la luz del sol.
Siguió andando hasta el lado opuesto de la biblioteca, un lugar aún más oscuro y apartado que el nuestro. En él, había dos personas sentadas observándolo con la misma atención que yo. Una de ellas, la chica, dejaba entrever una sonrisa burlona desde la penumbra mientras esperaba a que él llegara a su lado. Algo en esas otras sombras consiguió ponerme los nervios de punta.
Pasé la siguiente hora escondida tras un grueso tomo sin llegar a leer ni una palabra, intentando observarle sin ser descubierta. Pero, por un momento, tuve que regresar, avergonzada, la vista al libro creyendo que me había mirado. No, era más razonable pensar que contemplaba a Lisange. Dudé, alcé la cabeza y me encontré con sus ojos. Estaba equivocada. Era en mí en quien se fijaba, y lo hacía de una forma muy extraña. Intenté desviar mi atención hacia otro lado, pero me fue imposible. No podía dejar de observarlo, era in- evitable; había una fuerza, una atracción que me obligaba a admirar su belleza, una belleza cruel e irresistible. Me olvidé incluso de disimular. Nada tenía importancia, excepto sus ojos negros, grandes y... peligrosos.
—¿Qué ocurre?
Salí de mi estupor, Lisange me observaba con recelo. —¿Eh? —alcancé a decir.
—Hace más de media hora que no has pasado una página.
—Advirtió y siguió la dirección de mis ojos, pero él ya había desaparecido. Volvió a mirarme—. ¿Estás bien?
—Sí, sí —parpadeé un par de veces—, solo me he distraído. Frunció el ceño y yo intenté adoptar mi expresión más inocente. Estaba segura de que no la había convencido,
pero al menos regresó de nuevo a sus lecturas.
Me aclaré ligeramente la garganta e intenté prestar algo de atención al libro que tenía frente a mí. Me detuve un instante, lo había tenido toda la hora al revés. Miré de reojo a Lisange, segura de que ella se había dado cuenta. Le di la vuelta, con disimulo, para que las palabras volvieran a cobrar sentido, y me dispuse a leer...
.