En realidad, no podía dormir. Jerome tarareaba parasí una canción que no conocía, triste y algo tétrica. El marparecía en calma, en contraste con lo que, horas antes, habíasido un anuncio apocalíptico. La noche respiraba paz y tranquilidad y, sin embargo, algo se agitaba dentro de mí. Porprimera vez no se trababa de Christian o de los De Cote,ni siquiera el continuo dolor de mi pecho. No. En aquellashoras, era Hernan quien rondaba peligrosamente mi mente.
Sí. Ya había cometido el error de confiar en él una vez, perosu lengua conseguía mecer mi voluntad y mi razón a suantojo. Y lo peor es que sabía que estaba desesperada. Lobastante como para jugármela y eso era, precisamente, lomás peligroso.
En un alarde de lucidez mi mente vio claroel peligro. La vulnerabilidad de sentirme sola y traicionada,más predispuesta que nunca a caer en su voluntad. Sinembargo, por más que hubiera ocurrido, me obligué a pensaren lo único que había sido totalmente cierto y eso era quiénera yo o, más bien, quién creía yo que era. Muy por encimadel miedo al dolor físico, me preocupaba mucho más lo que pudiera hacer con mi mente. No estaba dispuesta a herir aotros y eso era incompatible con cualquiera de los Dubois.
El viento era suave. Las velas estaban recogidas, elancla echada, pero todo el barco continuaba crujiendo conun sonido lento, chirriante e intermitente. Ese ruido, juntocon el de las olas rompiendo contra el casco, era, en realidad,bastante espeluznante, aunque yo estaba perdida en mispensamientos Tal vez por eso no noté que, sin quererlo, mispupilas habían comenzado a seguir un punto en el agua.Una pequeña mancha en mitad de la oscuridad que subía ybajaba por el oleaje. Ese punto se fue haciendo cada vez másgrande conforme se acercaba hacia nosotros.
Jerome dejó de tararear. Mis pensamientos se detuvieron con su silencio.
—¿Lo estás viendo? —susurró.
—¿En...? —intenté decir.
Él alzó un dedo antes de que pudiera pronunciar nadamás. La silueta ya era totalmente nítida. Un bote y dosremos se agitaban con fuerza contra el horizonte. Sus dosocupantes se pusieron en pie en cuanto estuvieron a pocosmetros del barco.
Me incorporé veloz, pero Jerome me sostuvo por elhombro.
—Shhh —susurró—. Quédate aquí, entre los barriles.
Varias siluetas subieron a cubierta, para recibir el bote.Alargué el cuello y asomé la cabeza sobre la maderaáspera justo para ver cómo una figura alta, imponente yataviada de pies a cabeza con una oscura capa cruzaba labarandilla para subir a cubierta. Hernan, Elora y Lester leesperaban.En ese momento, alguien más subió al barco. En cuantolo vi, no pude evitar retroceder un poco. Era un hombre,alto, muy alto. La criatura más imponente que jamás87hubiera visto. Debía medir por los menos dos metros. Su pielera negra, no oscura como la de Gareth, sino tan negra quecuando parpadeaba se camuflaba con la oscuridad. Su rostroera fiero y su cuerpo enorme. Llevaba todo el cabello negroatado hacia atrás en una inmensa coleta que llegaba hasta elfinal de su espalda.Sentí miedo, auténtico miedo al verle.
—¿Cómo has estado, amigo mío?
—Huele a carroña. —El monstruoso hombre hablócon una voz que hizo tronar levemente las maderas sobre lasque estábamos apoyados.
Miré a Hernan, alertada, con temor de que noshubiera visto.
—Reconozco que soy un sentimental —respondióHernan—. Pasemos al interior —pronunció despacio.
Los dos hombres pasaron por delante de los Dubois ydesaparecieron tras la entrada. Vi con claridad cómo Hernany Elora intercambiaban una más que significativa mirada decomplicidad antes de seguirles.
—Vamos —instó Jerome tirando de mí—. ¡Ve detrásde ellos!
—¡Van a verme! —le dije.
—¡Yo no puedo ir!
Le dirigí una mirada de desacuerdo y me arrastré haciala trampilla para mirar desde arriba, mientras las figurasentraban una a una en la sala.La figura menos imponente dio un paso al frente mientras se deshacía de su capa y de su capucha...
"¿Adam?", pensé. "¿Adam Lavisier?"
La pregunta era absurda. No podía distinguir biensus rasgos pero sabía que era él, aunque desde luego no elmismo cazador débil y asustadizo que había conocido en LaCiudad y al que había encontrado tiempo después torturado a manos de grandes predadores. Ahora parecía... uno deellos. Grande, amenazador, imponente y hermoso.
—Me sorprende la ligereza de tu equipaje.
—Ha sido del todo imposible traerlo aquí.
—Lamento escuchar eso.
—Más lo lamentará él —alegó Elora.
—No he dicho que no vaya a hacerlo —se apresuró adecir.
—Eso no es suficiente —siguió la gran predadora.
—¿Y la fiesta? —preguntó Hernan.
—Tal y como acordamos.
Señaló con la mirada hacia su izquierda. Ahí, eltremendo hombre de la coleta apilaba un par de enormesbaúles rectangulares de madera vieja y enormes bisagras debronce.
—Me he encargado personalmente de que encontréisvarias opciones. También he traído las indicaciones del lugar.
Hernan se acercó al primero de ellos y, con ayuda de suvara, alzó con cuidado la tapa del más alto para inspeccionarsu interior. Alcé el cuello intentando ver qué había ahí, peroHernan volvió a cerrarlo antes de que alcanzara a distinguirnada.
—Será divertido —rio Hernan—. Me satisface —concedió—. Necesitamos tomar tierra. Has hecho un buentrabajo. —Tomo sus manos y las besó. Él le devolvió unareverencia.¿Era cosa mía o todo el miedo que le había visto manifestar antes en presencia de los grandes predadores se habíaesfumado?
—Es un honor.
—No es suficiente. Olvidas algo importante —interrumpió Elora, no tan complacida por los halagos.
Adam sacó un sobre de debajo de su chaqueta y se loofreció a ella.
—Ahí está todo. Otro bote trae, mientras hablamos,algunas... provisiones.
—¿Qué hay del otro tema pendiente? —volvía apreguntar Hernan.
—No queda nada ni nadie. Aunque no fue fácil.
—Elora está intranquila. Dice haber captadocompañía. ¿Sabes algo de eso?
—Es cierto —la miró—. Tenéis algo que buscan.
Hernan se acercó a él y se inclinó hacia su oído.
—Encárgate de ello.
—Herimos a uno de ellos —se apresuró a decir.
—No basta con uno. —La voz de Elora fue muchomás que autoritaria—. Todos son un problema.
Tráenossus cabezas o no vuelvas por aquí. Y si no vuelves, ten porseguro que iré a buscarte.Hernan se enderezó con una sonrisa.
—Piano, bella, no me cabe la menor duda de que loharán.
Eché un vistazo a todos ellos y, al hacerlo, vi los ojos deLester clavados en mí.Del susto, caí hacia atrás. Dentro, todos se quedaronen silencio.
Entonces, retrocedí. No esperé a que el granpredador moviera un dedo. Me puse en pie de forma torpe ysalí corriendo hacia la cubierta.
—¡Lena! —me llamó Jerome.Corrí hacia él y me escondí de nuevo tras los barriles.—¿Qué ha pasado? —preguntó con ansiedad.
—No tengo ni idea de lo que estaban hablando, perodicen que han herido a alguien.
—¿A quién? —preguntó.
—No lo sé. —Me llevé las manos a la cara y la restreguécon fuerza—. Pero creo que eran los De Cote. Tengo esepresentimiento... —La ansiedad comenzada a subir por mipecho.
—Bueno. —De pronto, parecía tranquilo—. Apuestoa que están en una posición mucho mejor que la nuestra.
—No si han acabado con uno de ellos.
—Te mintieron —me recordó.
—Eso no lo hace más fácil —alegué mirando alrededor. En ese momento, el barco me parecía más claustrofóbico que nunca—. Podría haber sido Liam, o Gareth, o...
—¿O Christian? —terminó él.El miedo a esa respuesta era lo que imponía el silencioentre ambos. Ni siquiera sabía cómo sentirme. Él, en cambio,no parecía darle importancia.
—No. No era Christian —musité—. No es él...
Era cierto. Algo dentro de mí me decía que no se tratabadel gran predador. Ellos nos habían atrapado a ambos. SiChristian no estaba en el barco apostaría a que lo tendríanperfectamente controlado. No... Por alguna razón mi mentehabía viajado hacia los De Cote al escucharles y eso me acongojó. Había muchas cosas que debía aclarar con ellos pero,desde luego, no quería que les ocurriera nada malo.
Sin darme cuenta, me había quedado mirando lalínea azul del horizonte ascender y descender con tranquilidad. El movimiento me hipnotizó mientras en mi menteseguía debatiéndome en la duda, pero no me dormí. Sentíademasiado miedo como para cerrar los ojos: miedo a lo quepudiera ocurrir, miedo a lo que pudiera soñar, miedo a lo quepudiera recordar...