—¡Suéltame! —protesté mientras me arrastraba porlas escaleras—. ¡SUÉLTAME!
Efectivamente, no conocía a Lester Dubois. Ignoraba si, minutos antes, había dejado la puerta abierta paraayudarme a escapar o si había sido mera casualidad. Sinembargo, en ese momento, no me esperaba nada bueno.
—Cierra la boca. No puedes ir a ninguna parte.
La otra opción, claro, era que hubiera dejado la puertaabierta porque sabía perfectamente que no podía escapar yque, en verdad, solo deseara torturar mi mente un poco más.
Lester me condujo hasta una puerta y me obligó aentrar.
—Ayúdame —le dije aferrando veloz su manga antesde que pudiera alcanzar el picaporte para cerrarme.No tengo ni la más remota idea de por qué pero en esemomento, decidí que prefería creer las palabras de Christian.Él me miró contrariado.
—Mejor guarda silencio. Sabes lo que te conviene.
Se soltó de mí con un movimiento brusco.
—¿Dónde está Christian? —pregunté en seguida.
—Eso no es asunto tuyo —respondió, impaciente,como si no le gustara hablar—. Ponte algo.
Me miró de arriba abajo justo antes de cerrar con unportazo.
Un segundo después, el silencio lo invadió todo. Supuseque él estaba al otro lado, vigilando, porque podía oír sucorazón. La luz ahí fuera ya no era tan potente, poco a pococomenzaba a apagarse y apenas era capaz de penetrar porel diminuto ojo de pez de aquella habitación. El lugar eratremendamente pequeño, más parecido a una despensa que auna habitación. No debía medir más que un par de zancadasde ancho y el doble de largo. Lo justo para que entrara unapequeña cama y una bañera de algún metal antiguo, ademásde una pequeña mesita con una vela de mano que en esosmomentos se mecía peligrosamente por culpa del oleaje.De pronto, todo el peso de mi cuerpo y de mi corazóncayó sobre mis hombros de manera demoledora. Apoyé laespalda contra la pared, para no caer. Ese movimiento casi selleva todas mis fuerzas. Doblé las rodillas y hundí la cabezaentre mis brazos. Mi pecho aún ardía.Dolía. Todo. Absolutamente todo y no me refiero soloa las heridas o a los golpes a los que me habían sometido,sino todas y cada una de las partes que formaban la personaque yo creía que era. Mi cuerpo, mi corazón, incluso mi almaparecía encogida por el dolor.Intenté llorar porque era el único alivio al que podíaaspirar, pero como tantas otras veces antes, ni una solalágrima salió de mis ojos. Nada. Solo ardían como dospequeñas bolas de fuego. Cerré los párpados con fuerza eintenté respirar hondo. Mi cabeza y mi mente estaban embotadas. Sentí que caía por un túnel infinito y me dejé llevar.En ese túnel, al menos, no había dolor...
Cuando volví a abrí los ojos, alguien mojaba mi caracon un paño húmedo. Reuní todas mis fuerzas para mantenerlos abiertos y miré alrededor. Estaba desnuda y encogidadentro de la pequeña bañera de metal y, a mi lado, una chicajoven rehuía mi mirada mientras se concentraba en limpiarla sangre de mis brazos y de mi cara.
—¿Qué ha pasado? —musité.
La luz de la Luna penetraba por mis párpados abiertospero una nebulosa cubría mi mente, y no era capaz deadivinar qué estaba haciendo allí y qué había ocurrido. Sinembargo, no obtuve respuesta. La chica seguía concentradaen su labor, totalmente ajena a mi desconcierto.La verdad es que algo en ella me resultó familiarcuando la miré con más atención, pero no conseguí adivinarel qué. Lo cual era extraño porque ni siquiera podía ver sucara. La ocultaba mirando hacia abajo y escondiéndose trasuna enorme mata de pelo rubio.
—¿Quién eres? —le pregunté. Ella pasó el paño por mibrazo, lo mojó en el agua y posó su mano sobre mi espaldapara que me echara hacia delante. El contacto me sorprendiótanto que me aparté bruscamente. Ella retrocedió y me miródesde la esquina más alejada. Entonces, recordé el barco, aHernan y al resto de grandes predadores y, al ver la forma enque se protegía de mí, descubrí que ella parecía tan asustadapor mí como yo misma de ella.Tomé aire lentamente e intenté serenarme.
—No voy a hacerte daño —le dije—. Ven. —Tendíuna mano hacia ella. Poco a poco, la chica se acercó y cogióel trapo del suelo. Esta vez, en lugar de tocarme, se colocódetrás de mí y limpió mi espalda—. ¿Cómo te llamas?
Como respuesta, recibí el mismo silencio. Entonces,percibí una música suave flotando en el ambiente a travésde las paredes. Por un momento, pensé en algún tipo de hilo musical, aunque enseguida recordé que no podía haber nadaasí en ese lugar. No. La suave música, de alguna época muyantigua, estaba siendo interpretada en vivo en algún lugardel barco. La chica se puso en pie y extendió una toallafrente a mí. Me levanté y me cubrí antes de que ella intentara hacerlo. Se apartó para que yo pudiera salir. La maderase encharcó bajo mis pies en cuanto salí del enorme cuboy ella se giró un segundo en dirección al camastro. Yo mequedé allí, empapada y cubierta por esa enorme toalla yescuchando la melodía hasta que la joven se volvió hacia mícon algo sobre los brazos; un montón de tela de color añil.Me cedió la ropa interior y extendió ante mí una sencillatúnica larga de otra época. No pude negarme a ponerme laprenda porque no había nada más. Mi ropa estaba hechajirones.No había espejo, así que no vi cómo quedaba, pero¿qué importaba? Estaba tan cansada...
La chica me dejó sentada en la cama y recogió todoalrededor.Me dejé caer sobre la almohada y cerré los párpados.
—Ya era hora de que despertaras —dijo, de pronto,una vocecilla.
Cuando abrí los ojos, pegué un bote por la sorpresa.Una niña de pelo cano me miraba con ojos blanquecinosy con los codos apoyados contra el colchón, a los pies delcamastro. Llevaba puesto un recargado vestido de cuadrosescoceses verdes con un enorme cuello de puntilla y el cabellorecogido en una coleta baja con un enorme lazo de terciopelo, también verde. Sus ojos blanquecinos apuntaban enmi dirección.
Retrocedí, ¿acaso era su turno ahora de torturarme?
—¿Te alegras de verme? —En un abrir y cerrar de ojosse había puesto en pie.
—No —dije con total sinceridad.
Algo en mi espaldavibraba. Tal vez mi instinto de supervivencia, que se disparaba en lugares cerrados con niñas sádicas como Valentine.
—Yo tampoco —sonrió, curvando una perfectasonrisa—. Pero te he traído un regalo. —Sacó algo de suespalda. Una bola de pelo marrón anaranjado.El primer pensamiento que cruzó mi mente fue elrecuerdo de todos los animales muertos que había escondidodebajo de mi cama. Esos solían ser los regalos de Valentine.Pero mi corazón se congeló cuando lo extendió hacia mí.Estaba vivo, y no solo eso, era...
—¡Flavio! —exclamé con sorpresa.
—Lo encontré en las ruinas. ¿Te gusta?
—¿Qué le has hecho? —Lo arranqué de sus pequeñasmanos y le examiné con ansiedad, buscando marcas o heridasen su pelaje como una loca.
—Está bien —respondió ella desde la puerta, con unasonrisa en la cara y las manos enlazadas tras la espalda—.Quitando el hecho de que está muerto, como todos los demás.
Flavio maulló y lamió mis dedos con la lengua áspera.Valentine tenía razón. Estaba bien. Y eso era raro...Alcé la mirada hacia ella, desconcertada. O se tratabade un juego o... o tenía planeado algo horrible para mí. Oambas cosas...
—¿Qué quieres?
—¿Yo? —Se sentó a mi lado y rodeó con sus brazos lapequeña almohada—. ¿Por qué tendría que querer algo?
—Estás aquí...Se encogió de hombros de manera inocente.
—Hernan dice que debo ser amable contigo. Dice queeres mi hermana. —Extendió una mano hacia Flavio y acarició su pelaje. El gato se puso a la defensiva—. Supongoque no me importa. Ya tengo todo lo que quería de ti. Meaburres demasiado como para querer entretenerme contigo.Como cuando vivía con Gaelle, aunque a ella la quería.
—La mataste —le recordé.
—Pero ella creía que sí, ¿no? —Sonrió con todos losdientes—. Eso es lo que importa.
—¿Por qué lo hiciste?
Rodó sobre la cama y se incorporó, sentada con laspiernas en mariposa. Se encogió de hombros de manerainocente y con la cabeza gacha.
—Dímelo tú. Intentaste arrancarle el corazón a Christian. —Frunció el ceño con desaprobación—. Eso no está bien.
Su expresión me congeló. Fue amenazante y cruel.
—¿Cómo sabes eso? —tartamudeé. Ella rio mientrascanturreaba una canción—. ¿Está aquí?
—Dentro de poco eso no importará.
—¿Qué quieres decir? —insistí.
Se puso en pie de un salto y se acercó a mi oído parasusurrar:
—Me aburres. —Alzó poco a poco la cara hacia mí ysonrió de nuevo—. Igual que Gaelle e igual que él.
—¿Qué has querido decir? —insistí—. ¿Sabes algo?—pregunté con cautela.
Ella negó con la cabeza de forma despreocupada.
—Has sido mala, Lena De Cote. Muy mala. —Volvió areír y se levantó, ágil como una gacela, revoloteó a mi lado ysalió fuera, gritando por el pasillo—. Mala, mala, mala.
Aferré a Flavio con más fuerza, contra mi pecho. Podíallegar a soportar las torturas de Elora y Lester, que la Ordenentera se alimentara de mí e incluso la lengua viperina deHernan, pero ¿a esa niña? No. Aquel pequeño monstruo mehizo desear haber saltado del barco.