Incontenible

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//Narra Chris//

Dolía por dentro. Dolía más de lo que mi cuerpo podía soportar, y más ahora que me sentía tan apoteósicamente débil. Me parecía que tenía un agujero en el alma, un vacío inmenso que me arrebataba cualquier luz de esperanza que pudiera concebir, y a través del cual se colaba un viento frío que obligaba a tiritar. Las lágrimas comenzaron a volverse escasas, aunque yo aún sentía que tenía miles por derramar. La miré durante un segundo eterno. El color ya había abandonado su rostro y sus labios se veían amoratados. Me estremecí de dolor y, temblando, la estreché contra mi pecho.

El reloj de la sala parecía estar avanzando con suma calma, provocando que su periódico “tic-tic” me desesperara, su indiferencia frente a la situación me volvía loco... El desgraciado parecía burlarse del sufrimiento que yo sentía, y, a pesar de todo, sólo era un maldito reloj. La tenía firmemente sujeta, lo más cerca de mi cuerpo que pudiera, como si algo de mi calor se le pudiera transmitir y devolverle la vida arrebatada. Me parecía inconcebible que estuviera… muerta. Hasta pronunciar la palabra representaba un esfuerzo supremo. Mi mente se negaba a aceptarlo. Hace sólo unos minutos ellas había estado viva, me había hablado; hace tan sólo algunos minutos podría haber jurado que viviría por mucho más tiempo. ¿Tan débil es la Vida cuando se enfrenta con la Muerte?

Tenía un sentimiento extraño cosquilleándome en la garganta. Tal vez sería un lamento que no alcanzó a exteriorizarse con todas las otras lágrimas, y había quedado atrapado ahí. No podía quitarle los ojos de encima. Su piel blanquecina me aturdía. La inocente vida de mi muñeca había sido arrebatada con cada uno de los golpes que el maldito le propinó. Si tan sólo yo hubiera llegado unos minutos antes… Sólo unos minutos. Bajé la cabeza hasta besarle la frente, tan fría como el hielo. ¿Tan frágil había resultado ser mi hermosa muñeca? ¿Tan delicada que ahora era sólo un cuerpo vacío apretado entre mis brazos?

Tenía el dolor impreso en el alma, y me ahogaba por dentro con la astucia de una víbora, de a poco y en tono de tortura. Respirar se me estaba haciendo complicado, pero, ¿qué importaba? Me alejé unos centímetros de su rostro, para contemplarla mejor. La sangre que brotaba bajo la comisura de su labio inferior había cesado su escape hace unos segundos. Tomé la manga de mi camisa y se la limpié, intentando devolver la dignidad perdida a su cuerpo mancillado.

¿Por qué no abría sus ojos y me regalaba una mirada llena de alegría? ¿Por qué ya no sonreía como antes? ¿Por qué su cuerpo había sido invadido por este frío, que a la Vida le era ajeno? ¿Por qué Dios la había quitado de mi lado? Le acaricié la mejilla sana con una mano. El contacto con su cuerpecito entumecido me hizo reprimir un gemido. La oleada de lágrimas intentando salir tomó nuevas fuerzas, pero aún así, parecía que llorar se me había prohibido. No podía… ¿Es justo que muriera de esta forma? ¿Ella lo merecía?

Con la misma mano rocé sus cabellos castaños mientras no dejaba de observarla. Parecía estar dormida en un sueño demasiado apacible, y, en parte era cierto, un agradable sueño del que no despertaría jamás. ¿Por qué me era negada de esta forma? ¿Por qué la Muerte se la había llevado? ¿Acaso no se suponía que Annie tenía muchos años más por vivir, muchas cosas más por hacer? Estaba llena de ilusiones, de deseos por los que luchaba… y de un minuto a otro, la lucha se había vuelto inútil. Estando muerta, todo había perdido sentido.

Liberé un suspiro, que más bien me dejó un sabor a lamento en la boca. Sabía que tenía tanto dolor atrapado dentro, que no poder dejarlo ir me aterrorizaba. El sufrimiento me estaba matando por dentro. El agujero que nació dentro de mi alma amplió sus horizontes, provocando que el Vacío se intensificara. De pronto me sentí solo, como si fuera el único en aquella casa demasiado grande. Y así era, la única alma herida que estrechaba el cuerpo de un muerto era yo. El cosquilleo en mi garganta amenazó con desbordarse. Tenía el dolor apresado dentro, sin posibilidades ciertas de exteriorizarse. Una vez más, bajé la cabeza, pero esta vez fue para esconderla entre mi cuerpo y el de Annie. Su aroma a lavanda fresca aún se colaba por mis orificios nasales. Sin embargo, mi preciosa flor ahora estaba marchita. No quería dejarla, separarme de ella significaba desprenderme del único despojo de lo que algún día fue vida. Que mis brazos la soltaran hubiera sido dejar ir el último aliento de mi muñeca; era romper el único vínculo que aún nos mantenía unidos, era aceptar que estaba muerta… Muerta… Muerta… repetí la palabra en mi mente una cien veces, y en todas ellas, no tuvo el mayor sentido. Simplemente era como si perteneciera a un dialecto desconocido.

Another Day in the ParadiseWhere stories live. Discover now