Alguien debería explicarme hasta qué punto es digno humillarse...
Está claro que lo que más me apetecía hacer después de despertar sin saber apenas nada de mí no era exactamente prepararme para aprobar unos exámenes, aunque encerrarme en una biblioteca no era tampoco una idea muy alentadora. En ese momento, para mí, recordar toda una vida era una prioridad muy por encima de aprender la Historia en general, pero, por desgracia, para los De Cote era esencial escolarizarse hasta la mayoría de edad...
Aun así, yo me negaba a concentrarme en los estudios, no porque odiara hacerlo ni nada parecido, sino porque dudaba que mi nueva misión fuese aprobar un examen, así que invertía ese tiempo en cosas que consideraba más útiles para mi nueva situación. Como, por ejemplo, la búsqueda de alguna explicación lógica a lo que me ocurría o una prueba de que todo era un mal sueño.
Por suerte para mí, Flavio se mostraba muy comprensivo conmigo. Él era partidario de la enseñanza a cargo de los padres, así que, como ahora era mi tutor, había llegado a un acuerdo con el colegio más cercano para que lo dejaran todo en sus manos y luego examinarme allí. No hubo muchos problemas con eso, primero porque estoy segura de que detrás de todo había algún tipo de pacto económico y, después, porque Flavio ya había demostrado la eficacia de ese método con Lisange; además, solo quedaban unos pocos meses para el final del curso académico.
En casa, las paredes de la habitación habían dejado de parecerme ese lugar tan acogedor, cobijado de un mundo cruel que no conocía, para convertirse en una prisión en la que solo recordaba mi infelicidad. Era incapaz de sentirme «en casa» con los De Cote, a pesar de todos sus esfuerzos por hacerme ver que era un miembro más de su familia. Yo seguía siendo una intrusa, al menos para mí, y tenía la certeza de que continuaría siendo así hasta que descubriese quién era en realidad. A menudo me embargaba un gran sentimiento de soledad y de vacío. ¿Por qué era incapaz de relacionarme con la gente? ¿Acaso no tenía amigos que se interesaran por mi estado tras el accidente? Me negaba a creer que nadie, absolutamente nadie del lugar donde vivía antes, supiera dónde estaba ahora. ¿No podían mandarme una carta o una ridícula postal para que al menos pudiera reconocer algún nombre? Podía acordarme de cosas que imaginaba que había estudiado tiempo atrás, pero nada relacionado con mi vida antes de llegar a esa casa, y eso me estaba consumiendo.
Había decidido no compartir con los De Cote estas emociones porque no creía que fueran capaces de entender cómo me sentía. Lisange era la que más se estaba esforzando para que yo me encontrara a gusto con ellos, así que hablarle sobre mi infelicidad era algo que, sin lugar a dudas, no quería hacer.
La biblioteca era lo único que me quedaba, así que decidí continuar yendo allí y esperar a ver qué me deparaba de nuevo la vida. Al fin y al cabo, ¿podía ocurrirme algo peor? Además, Flavio había comenzado a mandarme libros para leer y unos cuantos ejercicios y, aunque no quería estudiar, descubrí que eso me ayudaba a pasar las horas.
Pero en ese momento, rodeada de gente y altas estanterías, todo el malestar, la ansiedad y la soledad se acrecentaron. Había pasado toda la noche sin dormir por el dolor y la impotencia, preguntándome hasta qué punto podría aguantar esa situación, y no había sido capaz de derramar ni una sola lágrima. ¡Ni una!
Me ardían los ojos de forma abrasadora, pero nada, no lloraba y eso me frustraba muchísimo más. ¿Es que además de haber perdido mis recuerdos, mi familia y mis amigos, también había dejado de ser una persona normal?
Cerré el libro que estaba leyendo, de golpe, acosada por una extraña fuerza. Me sentía atrapada, como si estuviera encerrada en un barco que se hundía conmigo dentro, con el agua aproximándose al cuello sin poder hacer nada por refrenarla. El aire entraba en mis pulmones pero no me aliviaba, yo continuaba ahogándome en esa claustrofóbica sensación. No tuve tiempo de pensar, me levanté de la silla, tenía que marcharme de allí como fuese. Salí por una puerta trasera que daba al aparcamiento y me alejé cuanto pude del edificio, me doblé por la cintura e intenté respirar. Tomé aire pausadamente, pero no sirvió de nada; cada vez me sentía peor.
Era absurdo que yo pudiera adaptarme a todo aquello, ahora lo veía claro. Estaba encerrada en un cuerpo que no conocía, rodeada de extraños, ¡yo misma era una extraña para mí! Vomitaba lo que comía o bebía, sufría repentinos y horribles latigazos de dolor por todo mi cuerpo y dormir se había vuelto casi imposible. Necesitaba acabar con todo eso ya. Continuaba dándole vueltas a esa idea. Yo no tenía la culpa de lo que me había ocurrido y no me sentía con la fuerza suficiente como para afrontarlo.
Levanté la vista lentamente, pensando en regresar a casa, y entonces... lo vi, como si fuera la respuesta a mis plegarias. Habían pasado días desde la última vez que nos cruzamos. Pero ahora se aproximaba al lugar donde estaba yo, mirando al frente. Era una idea descabellada, fruto de una mente atormentada, pero no tenía muchas opciones. Si ese chico era lo que Lisange decía, en unos pocos minutos habría puesto fin a todo y podría descansar. Se acercaba. Miré a mi alrededor, era el momento idóneo; la gente se agolpaba en la biblioteca, enfrascada en sus lecturas, y el aparcamiento estaba aislado y protegido de la mirada de los curiosos. Me pegué contra una furgoneta, escondida de su vista, esperando a que llegara. Aguardaría hasta tenerlo cerca para abordarlo. Me concedí un par de segundos para aclarar la mente y preguntarme a mí misma por enésima vez si eso era lo que yo quería; una vez tomada la decisión, no habría vuelta atrás. Sí, desde luego que sí, deseaba con todas mis fuerzas dejar atrás todo lo que sentía. Abandonar esa extraña forma de vida y poder descansar. No tenía ninguna garantía de que no fuese a ser doloroso, pero en ese momento tampoco podía ser exigente.
Volví a mirarle; sin duda, él no tendría ningún reparo en hacer lo que le iba a pedir. Según Lisange, era lo bastante peligroso como para acceder a ello, de modo que no debía resultarme muy complicado convencerle. Estaba cada vez más impaciente, la espera me estaba torturando. ¿Por qué tardaba tanto? Paseé nerviosa por mi escondite, estrujando y arrugando un folleto de la biblioteca; cuando quise darme cuenta, se parecía más a una larga colilla que a una hoja informativa.
Por fin, lo vi pasar por delante de mí, con andar tranquilo y la espalda erguida. Lo seguí a pocos pasos de distancia. Sus sentidos debieron de advertirle, porque ladeó la cabeza poco a poco y aminoró la marcha. Aún así, yo aumenté un poco la velocidad, su zancada era más grande que la mía y no estaba dispuesta a perderle.
Él, de pronto,paró en seco.
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo con una profunda y aterciopelada voz, igual de maravillosa que su rostro.
Se dio media vuelta despacio, de modo que quedamos cara a cara, a poca distancia el uno del otro. Me estremecí al ver sus ojos, los más oscuros y penetrantes que había visto nunca, más hermosos de lo que recordaba y más peligrosos ahora que los veía tan cerca. Proyectaban una mirada casi violenta, con un extraño fulgor en sus profundidades. Me miró de arriba abajo. Yo me aclaré la garganta y hablé.
—Quiero que me mates —balbuceé sin salir de mi es- tupor. Enarcó una ceja.
—¿Perdón? —preguntó, y en su impenetrable mirada destelló un deje de sorpresa.
—Sé que puedes hacerlo —afirmé.
—Sé que lo sabes.
Esa respuesta me desconcertó, no esperaba que lo re-
conociera sin más. De cerca se veía aún más misterioso y aterrador, culpa de esos ojos asesinos, de la forma en que los clavaba en los míos haciendo que mis entrañas se agitaran, o de lo imponente de su físico, una belleza oscura e inhumana que no ocultaba, ya que vestía ropa que realzaba su físico. Sacudí la cabeza, intentando volver a pensar con claridad.
—Entonces, hazlo —tartamudeé acercándome más a él, temblando de los nervios.
Me estudió con la mirada durante una fracción de segundo.
—No —sentenció dándose la vuelta y emprendiendo la marcha de nuevo.
Corrí y me planté frente a él cortándole el paso. —¿Por qué?
—Tu aparente entusiasmo reduce considerablemente mi interés —contestó y siguió andando.
Aceleré el ritmo para alcanzarlo.
—Así que es verdad, ¿no? Tú puedes hacerlo.
—Lo dices como si fuera algo complicado —dijo en tono sarcástico.
—¿Qué tendría que hacer para que accedieras? —Siguió andando sin ni siquiera mirarme.
—No lo sé. Corre, grita..., haz algo interesante —soltó de forma burlona y cruel.
—No tiene gracia —reproché.
Se volvió hacia mí de forma brusca pero elegante. —Tienes razón, no la tiene. Márchate.
—¡Pero tienes que hacerlo! —le espeté.
Fijé la vista en sus ojos, pero él se mantuvo firme, sin mostrar ni un leve titubeo, al contrario que yo, que estaba al borde del desmayo. Un pequeño surco cruzaba su pálida frente.
—Los que me conocen no suelen mirarme a los ojos. ¿Sabes qué soy?
—Sí, lo sé, por eso he venido a pedirte ayuda. —Ayuda para...
—...Morir.
Se echó a reír a carcajada limpia, pero con los ojos igual de inexpresivos.
—Por favor —repetí. Tuve que clavar, un instante, la vista en el suelo; me sentía humillada—, hazlo.
Enmudeció de inmediato y volvió a escrutarme con el semblante muy serio.
—Si no hubieras añadido eso último, quizás habría pensado en esa posibilidad. Podría haber sido incluso divertido —ironizó y dio un paso hacia mí, acercándose hasta que su rostro quedó a un escaso palmo de distancia del mío—. Pero no soy compasivo, no voy a ayudarte.
—Pero...
Torció su rostro en una mueca despectiva. —Realmente no sabes lo que soy... —dijo—. Márchate, no me interesas.
Se dio la vuelta y continuó andando.
—No pienso irme. —Le seguí.
—Pues buena suerte.
Llegamos junto a un coche negro y elegante. Brillaba de forma espectacular, como si fuera nuevo o recién encera- do. Abrió la puerta y añadió:
—Aborrezco las presas fáciles, Lena. Regresa con los De Cote. —Entró y puso el motor en marcha.
Antes de que me hubiera dado cuenta, el reluciente vehículo desapareció de mi vista. Yo me sumí en mis propios pensamientos.¿Cómo sabía Christian Dubois mi nombre?
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