86. Desayuno

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Fue la primera vez en mi vida que sentí que abrir los ojos a la vida real era mejor que seguir soñando. Tu cuerpo apretado contra mi espalda, tu mano resbalando por mi muslo, tus bigotes haciéndome cosquillas en el hombro mientras tu voz me acariciaba el oído, diciendo algo que sonaba a "¿Desayuno?"

Manoteé las pastillas de menta que siempre tenía en la mesa de luz, me puse una en la boca y giré entre tus brazos. Antes de que pudieras reaccionar, te tumbé de espaldas y me senté sobre tus piernas. Te sujeté la cara para besarte hasta que me quedé sin aliento.

—Buenos días, nena —sonreíste, apartándome el pelo de la cara.

Tus manos resbalaron sobre mi camiseta hasta mis muslos y luego hacia atrás. Fruncí el ceño cuando me sujetaste los glúteos.

—Ya, tigre, dale un respiro a mi pobre trasero —dije, tratando de sonar seria.

Tu expresión reveló preocupación al escucharme. —¿Estás dolorida?

Meneé la cabeza sonriendo. Era cierto, sentía alguna molestia, pero no dolor. La noche anterior me habías tratado como si estuviera hecha de porcelana fina, con todo el cuidado del mundo, tomándote todo el tiempo necesario para ayudarme a distenderme y disfrutar cada momento. Y lo habías logrado, por supuesto.

—Deben estar por traernos el desayuno, ¿quieres que lo tomemos aquí en la cama? —preguntaste, tus manos acariciándome las piernas.

—Te quiero a ti de desayuno —repliqué, deslizando un dedo por tu pecho. Me encogí de hombros—. Pero si ya lo pediste, imagino que tendré que esperar.

Me agarraste la cintura y fue tu turno de tumbarme en la cama. Te estiraste sobre mí riendo por lo bajo. Reí con vos hasta que colaste las manos debajo de mí y volviste a sujetarme los glúteos.

—Ya —gruñí.

—Pero dijiste que no estabas dolorida —ronroneaste en mi oído.

—Imagino que debo estar agradecida por tu promedio adorable.

Tu expresión me hizo reír a carcajadas. Pero se me cortó la risa y el aliento cuando te hiciste lugar entre mis piernas. Te impulsaste dentro de mi vientre y te moviste con suavidad. Cerré los ojos, los brazos abiertos sobre la cama, abandonada a vos. Pero cuando traté de enlazar mis piernas en torno a tu cintura, te detuviste y retrocediste. Me besaste la frente al tiempo que te apartabas de mí, sentándote al borde de la cama.

—¡Serás pendejo! —exclamé.

Decidí vengarme haciéndote cosquillas y por un momento fuimos dos nenes, riendo a carcajadas, revolcándonos sobre la cama y haciéndonos cosquillas hasta que terminamos tendidos lado a lado, tratando de recuperar el aliento.

En ese momento escuchamos que llamaban a la puerta.

—Mejor que desayunemos —murmuré.

Te levantaste suspirando. —Sí, porque no nos quedan preservativos.

—¿Otra vez?

Me levanté también y me demoré en el dormitorio mientras recibías el desayuno, porque todavía no tenía ganas de vestirme. Un momento después nos sentábamos juntos a la mesa. Capturaste mi pierna y la hiciste descansar en tus rodillas, sin permitirme bajarla.

—Podría llamar a mi ginecóloga para que me diga qué pastillas tomar, si quieres —comenté.

—Pero tardan varias semanas en hacer efecto, ¿verdad? —Desviaste la vista, pensativo—. Aunque aún nos quedaría al menos la mitad de la gira.

—Eres un dinosaurio, Stu. Hoy día las pastillas tardan sólo una semana en ser efectivas.

Me enfrentaste sorprendido, empujaste mi pierna para que la bajara y te pusiste de pie de un salto.

—¿Qué ocurre? —pregunté confundida.

—Vamos a la farmacia. ¡Ya!

Volvimos a sentarnos riendo otra vez. Te veías distendido, cómodo, divertido. Y verte así, sentirte así, conmigo... No podía siquiera buscar las palabras para expresar lo que significaba para mí.

Sólo cuando me preguntaste qué planes tenía para el día, me di cuenta que no te había contado sobre Elo, ni Don Dorrego la tarde anterior, ni el plan de juntarnos con Diego esa tarde. Mi olvido resultaba comprensible para mí, pero no para vos, como siempre.

—¿Y te olvidaste de contarme todo eso? —exclamaste, casi ofendido.

—Oh, bien, perdóname, estuve un poco ocupada en una cita con el hombre que amo, que me pidió que formalicemos nuestra relación, así que sí, me olvidé de contarte lo de la banda. —Alcé un dedo, anticipándome a tu mirada ceñuda—. Olvidé contártelo, pero le estoy prestando toda la atención necesaria.

Te causó gracia que adivinara lo que me estabas por decir y preguntaste cómo seguiría todo. Terminamos de desayunar hablando de eso. Por momentos me abstraía de nuestra conversación y notaba lo relajados que estábamos los dos. Parecía increíble, pero tu propuesta de que estuviéramos juntos en un sentido más formal parecía habernos quitado un peso de encima a los dos. No sé si tenía sentido, pero así era.

Vos no podías estar mucho más preparado el lunes de lo que estabas el sábado para asumir cualquier clase de compromiso con una mujer, por mínimo que fuera. Al fin y al cabo, en los hechos no cambiaba absolutamente nada entre nosotros.

Y sin embargo.

Creo que ninguno de los dos había advertido con claridad la tensión que se acumulara desde que llegaras, ni el efecto que estaba teniendo en nuestro ánimo.

Este cruzo el mundo para estar con vos pero hasta ahí, porque no estoy en condiciones de sentir nada, no tengo nada para dar y todo eso. Lo cual era bastante inexacto, y te obligaba a medirte todo el tiempo en cuanto hacías y decías.

Y por mi parte, este fingir que estaba todo bien mientras me daba miedo hasta respirar. Sentir que me hundía en una zona gris sin límites ni reglas claros me destrozaba los nervios. Era la sensación asfixiante de no tener margen de error, porque no habría lugar para intentar reparar o explicar una equivocación o un malentendido.

Entonces, por algún motivo que se me escapaba, decías, ¿sabés qué? a la mierda con todo. Y me hacías el planteo de la noche anterior en el Puente de la Mujer. Puesto en perspectiva, resultaba coherente y hasta previsible después de lo que me dijeras el sábado en la playa. Sólo que previsible para un observador objetivo, no para mí, y no sé si para vos.

Y al hacerlo, te liberabas del peso de estar cuidándote y midiéndote en lo que dabas a entender. Y yo me liberaba, entre otras cosas, de la presión de tener que ser perfecta en todo momento, del terror a cometer un error involuntario que resultara irreparable.

Y de pronto, creo que de una forma inesperada para los dos, nos sentíamos relajados, de excelente humor. Y por esas vueltas y revueltas del corazón, sentí que recuperábamos lo mejor de nuestra relación virtual, cuando vos eras el surfer borrachín que me aguantaba mientras yo lloraba por Martín, y yo le ponía el hombro con mi mejor onda a tu corazón roto.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now