60. Pasos de Baile

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El viento que llegaba rugiendo del mar se arremolinaba en torno a la casita blanca, que se erguía solitaria e inerme. Y las ráfagas huracanadas vacilaban, como atraídas por las luces que brillaban en cada ventana, y la música que brotaba a través de las paredes encaladas. Pero detrás venían más ráfagas, que empujaban a las primeras a seguir su carrera precipitada para tomarse ellas su turno de vacilar un momento ante tanta indiferencia frente a su fuerza y su amenaza.

En la casita, los vidrios no sabían bien qué los hacía vibrar, la tormenta o la música. O las risas.

Dentro, Stu y C habían apartado la mesa del comedor y las sillas, y bailaban en el espacio que liberaran a medio camino de la cocina. Después de echar un vistazo a la música que trajera Stu, C había decidido que era demasiado depresiva para esa noche. De modo que había conectado su teléfono a la laptop rosa con stickers y había puesto todas las canciones que tenía en una larga lista para que se reprodujera al azar. Y ellos bailaron cada canción, fuera Queen, Madonna o Red Hot Chili Peppers .

Así fue que intentaban recuperarse después de Crazy Little Thing Called Love, cuando comenzó algo definitivamente más moderno y latino que hizo fruncir el ceño a Stu.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando hacia arriba.

C revoleó los ojos. Había soltado sus manos y bailaba sola a pocos pasos. —Ricky Martin, pendejo ignorante.

Stu se tomó un momento para pensar. Sí, sabía quién era, pero estaba seguro de que era la primera vez en su vida que lo escuchaba. Al parecer C lo había escuchado bastante más que una vez, porque cantaba la letra sin perderse mientras bailaba.

Él retrocedió hacia la cocina, donde quedara su copa de vino y la cerveza de ella. Se detuvo junto a la mesada, encontró su copa a tientas y allí se quedó, su mirada prendada de la forma en que C movía las caderas, los brazos abiertos, los ojos cerrados y una sonrisita frunciendo sus labios.

Lo único que quedaba del armado flotaba en jirones en el aire caldeado de la casita, y su efecto comenzaba a hacerse sentir sin prisa. Stu lo rastreaba en su interior mientras lo veía actuar en C.

Curioso, pero la desinhibición le había devuelto a su amiga virtual, la que lo trataba de igual a igual y bromeaba con él sin vacilar. La que bailaba como le había hablado y le había escrito: siempre al borde de la risa, un manojo de energía vibrante, contagioso, irresistible. Y lo dejaba guiarla en giros y cruces, y luego lo soltaba para saltar o sacudir la cabeza, un brazo en alto, olvidada de él, para volver a él enseguida y seguirlo riendo, con facilidad, con placer.

Pero de pronto se quedaba mirándolo con esos ojos cambiantes como su ánimo, con una expresión de maravilla que en un instante se transformaba en deseo, y le echaba los brazos al cuello para besarlo hasta que los dos quedaban sin aliento. Y se apartaba cuando trataba de acariciarla, con esa sonrisita que él conociera esa misma noche, traviesa, desafiante, risueña.

—Gánatelo, pendejo —le decía, y volvía a bailar.

La siguiente canción era aún más latina, pero Stu la reconoció sin dificultad. La guitarra de Santana era inconfundible. Y esas caderas que se acomodaron al ritmo un poco más lento de Smooth estaban demasiado lejos de él.

Por suerte, C parecía opinar lo mismo. Se acercó bailando, cantando con los ojos fijos en él, como si le cantara a él. Stu dejó su copa sosteniendo su mirada. Ella se detuvo a menos de un paso, rozándolo al moverse a ritmo mientras recuperaba su cerveza. Se la llevó a la boca y echó la cabeza hacia atrás para beber el último trago.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now