19. Mi Voz

76 20 3
                                    

Tomaba mi café contemplando tu perfil. Ray y Brian se habían ido, dejándonos solos en el solárium, y terminábamos de desayunar mientras vos leías muy serio un reporte especial del New York Times en la tablet de Ray.

Decidí que tenía que darte un beso en la mejilla, si seré osada. Pero al inclinarme para hacerlo, volteaste hacia mí y quedé frente a tu mirada luminosa y serena, los ojos tras los lentes apenas empequeñecidos por una sonrisa.

Arqueaste las cejas, pensando que estaba por decir algo. Sonreí meneando la cabeza. Tus ojos resbalaron hacia abajo por mi cara. Y como de momento me sentía más atrevida que un comando boina verde, te ofrecí mis labios para que hicieras lo que quisieras. Que por suerte fue besarlos. Ahí se terminó mi valor legendario, así que sonreí y huí descaradamente a la pileta.

Aprendí a nadar más o menos al mismo tiempo que aprendí a leer, y pasé todos mis veranos cerca del agua hasta que me mudé a la Patagonia. Como un lago de deshielo no es mi ideal para nadar, y digamos que las piletas no abundan por allá, pasé las siguientes dos décadas con las patas secas. Y desde que volviera a Buenos Aires, no había tenido tiempo ni presupuesto para hacerme socia de un club y volver a tener una pileta a mano. Así que la del hotel era una tentación irresistible.

Me zambullí de cabeza y dejé que el envión me llevara hacia la mitad de la pileta, disfrutando el placer simple, puramente sensorial, de sentir el agua que me envolvía, ver las siluetas de líneas difusas, las formas cambiantes de la luz del sol bajo la superficie. Nadé hasta el otro extremo de la pileta y me entretuve yendo y viniendo, sumergiéndome hasta el fondo en la parte más honda, regresando a la superficie por aire para volver a hundirme de cabeza. Por suerte nunca tuve problemas de presión en los oídos, y mi adicción a la nicotina no molestaba.

En algún momento regresé al extremo más cercano a nuestra mesa y me asomé por encima del borde a espiarte. Descubrí que habías girado tu silla para observarme, los anteojos olvidados sobre la tablet abandonada. Reclinado en tu silla, las piernas separadas, muy quieto, te habías acodado en la mesa. Tres dedos de tu mano sostenían tu cabeza ladeada, los otros dos mantenían el cigarrillo cuan lejos podían de tu pelo mojado.

Me crucé de brazos sobre el borde de la pileta, la cara más escondida que apoyada en ellos, sosteniendo tu mirada con una sonrisa más bien tentativa por un largo momento.

Hasta que apartaste la vista para apagar el cigarrillo.

Entonces te incorporaste de una forma escandalosamente sensual para un señor de tu edad y viniste hasta el borde. Me impulsé hacia atrás, la cara alzada hacia vos. Me miraste un momento más, encumbrado ahí arriba, y saltaste de cabeza al agua.

Pasaste por debajo de mí en el impulso del salto. Me sumergí, pateando con ímpetu para alcanzarte. Al darte cuenta, giraste y te detuviste a esperarme, sonriendo bajo el agua al tenderme una mano. La tomé y salimos juntos a la superficie.

Te apartaste el pelo de la cara y te veías... contento, sí, ése es el adjetivo. Floté a tu lado, contagiada por tu sonrisa.

—Nunca mencionaste que sabías nadar.

—Cuidado conmigo, estoy llena de sorpresas.

Reíste, apretándote la nariz un momento, y tironeaste de mi mano para acercarme a vos. Te solté, impulsándome hacia atrás. Intentaste volver a tomar mi mano y volví a apartarme. Tu sonrisa se torció como diciendo 'con que ésas tenemos' y tentaste un manotazo hacia mí con el brazo extendido. Solté una risita antes de sumergirme.

Jugamos como chicos por toda la pileta, persiguiéndonos, intentando hundir al otro, salpicándonos, riéndonos, un verdadero ejemplo de madurez, en la luz del sol que entraba a raudales por los ventanales junto a la pileta, con Buenos Aires abriéndose allá afuera, allá abajo, fría y seca en la mañana de invierno que resbalaba hacia el mediodía.

Hasta que edad y cigarrillo nos recordaron que ya no éramos chicos y tuvimos que tomarnos un respiro. Estábamos en la parte más honda, frente a frente, una mano en el borde y nuestras piernas moviéndose sin prisa para mantenernos a flote.

Tus ojos se movieron por mi cara y me acariciaste la cabeza con una sonrisa llena de ternura y satisfacción que me emocionó. Mi pecho se llenó con tu tibieza mientras me besabas con suavidad, tu mano en mi cintura por si se me ocurría apartarme de nuevo, si serás ignorante.

Tenemos que ir al mar juntos —susurraste.

Sólo pude asentir, rezando para que la sonrisa no me arrancara las orejas.

Vos y el mar, mis dos amores azules, salvajes, inmensos. El mismo misterio, el mismo fuego, la misma fuerza para sostenerme y acariciarme. Música incansable, espejos de almas, semilla de tempestades.

Me sujetaste la cara con suavidad, tus ojos fijos en los míos.

—Azules —susurraste—. Tú y el océano, agitándose dentro de mí...

Sólo atiné a echarte los brazos al cuello y abrazarte con fuerza, mi boca contra tu piel. Una vez más, diez palabras te sobraban para expresar lo que yo sentía, una pincelada maestra para descubrir sólo lo necesario, lo importante, lo profundo. Me estrechaste en silencio. Podías sentir mi corazón latiendo contra tu pecho y bastaba para responder cualquier pregunta.

—Eres... —murmuré en tu oído cuando fui capaz de articular palabra—. Eres mi voz verdadera.

Tu reacción fue estrecharme aún más contra tu cuerpo, con un suspiro tembloroso que sólo alimentó aquella emoción pura, profunda, cálida como vos.

A Este Lado - AOL#2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora