1. Elvis en el Edificio

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Por fuera el lugar no se diferenciaba en nada de los demás edificios viejos de la zona, con tiendas comerciales a la calle y dos o tres pisos de oficinas y viviendas. La SUV negra permanecía al otro lado de la calle con el motor encendido, mientras los ocupantes intentaban asegurarse de que era la dirección correcta.

Hasta que advirtieron la lucecita sobre la puerta de madera, la única entrada iluminada en toda la cuadra. Y la gente joven fumando en la acera, y la cartelera con posters negros y el logo de la banda en blanco. Los ocupantes de la SUV se demoraron en silencio, observando el lugar.

Al fin Stu asintió. Brian se apeó, cruzó la estrecha calle y entró al edificio.

Finnegan estudió a su amigo de reojo, mientras aguardaban el regreso del guardaespaldas.

De pronto Stu se caló la gorra que traía con gesto brusco. —Ya ha estado bien—gruñó—. Vamos, que no somos Elvis.

Jimmy, el otro guardaespaldas que viajara con ellos, intentó precederlo. Stu le indicó con un solo gesto que no se adelantara, y con otro gesto acalló la alarma de Brian, cuando volvió a salir y lo vio yendo a su encuentro.

Stu los ignoró para entrar y encarar con sonrisa tentativa a las dos chicas en la boletería. Abrió la boca, dudó, alzó una mano con todos los dedos bien visibles.

—Cinco... por... favor... —dijo con lentitud, y se dijo que sería un verdadero milagro que las chicas comprendieran su pésima pronunciación.

Sin embargo, las chicas sonrieron y le respondieron en perfecto inglés, mientras una de ellas cortaba los cinco boletos.

Stu abrió su cartera y frunció el ceño. Con la prisa, se había olvidado de comprar moneda local. Sólo tenía dólares. Alzó la vista vacilante. ¿Cómo preguntar en español cuántos dólares eran mil pesos?

Finnegan lo apartó para tenderle a las chicas su tarjeta de crédito, y logró hacerlas reír discretamente con su guiño. Un momento después le devolvían la tarjeta con los cinco boletos.

—Primer piso por la escalera, señor —dijo una de ellas—. Que se diviertan.

—Gracias.

Stu y Finnegan giraron a tiempo para ver la cara de susto del hombrón que se apresuraba escaleras abajo hacia ellos. Brian se adelantó para cortarle el paso. Pero la voz serena de Stu le indicó que se apartara, al mismo tiempo que acallaba lo que el hombrón estaba por exclamar.

—Mariano —saludó, antes de que el argentino dijera su nombre en voz demasiado alta para esa habitación llena de gente que entraba y salía.

El argentino estrechó su diestra y les señaló la escalera. Brian abrió la marcha hacia el primer piso. Stu lo siguió con Mariano, Finnegan y Ashley fueron tras ellos con Jimmy.

—¿Llegamos a tiempo? —preguntó Stu.

—Sí, salen a tocar en quince minutos —respondió Mariano.

—Más que suficiente para buscar una mesa y cerveza —terció Finnegan, sólo dos escalones más abajo.

—Les reservé una mesa porque estamos casi a lleno —explicó el argentino cuando alcanzaron las puertas dobles, y abrió una para invitarlos a entrar.

El lugar estaba diseñado para funcionar como club de tango, pero las noches que tocaban bandas, una multitud de mesas y sillas cubría la pista de baile que ocupaba casi todo el salón frente al escenario de metro y medio de alto, situado a la izquierda de la entrada.

El telón permanecía cerrado y el vasto salón estaba en penumbras, iluminado casi exclusivamente por los centros de mesa con velas. La barra del bar era una isla de luz eléctrica y bullicio a la derecha, en el extremo opuesto al escenario. La música de fondo alternaba jazz y blues, opacada por el rumor indistinto de las conversaciones que llenaban el ambiente.

A Este Lado - AOL#2Où les histoires vivent. Découvrez maintenant