52. Otra Clase de Amor

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—Treinta minutos. ¿Puedo hablar ya?

Stu bajó el libro para enfrentar a C, que soltaba su teléfono sobre la mesa para mirarlo ceñuda. No había esperado que resistiera tanto en silencio, recostada en el sofá del comedor, donde él la acomodara completamente vestida y envuelta en la manta más gruesa que halló.

—Treinta más —respondió con suavidad, volviendo a leer.

Sentado a la mesa del lado del sofá, café y cigarrillos a mano, cruzó las piernas y empujó hacia arriba sus lentes, obligándose a no sonreír al escucharla bufar y tenderse de cara al respaldo del sofá.

Durante todo el minuto siguiente, el aullido de la tormenta que no cedía llenó la casita de nuevo.

C volvió a tenderse boca arriba con otro bufido exasperado. —Al menos ven a recostarte conmigo —rezongó—. No hablaré hasta mañana si quieres.

—Como si fueras a hacerlo.

Ella se sentó, apartó la manta con un movimiento teatral, y se puso de pie. Rodeó la mesa para evitar que Stu intentara detenerla en su camino a la cocina. Él pudo sonreír al fin, oyéndola moverse a sus espaldas. Ponía agua a calentar, abría la alacena. Continuó leyendo como si nada, incluso cuando ella regresó con su mate y su termo y se sentó en medio del sofá. Al menos no tuvo que decirle que se tapara las piernas.

C tomó un mate, la manta cubriéndole la piernas y los ojos fijos en los cigarrillos sobre la mesa, librando una batalla breve pero intensa contra el tirón de la nicotina.

—Martín es uno de nosotros —dijo de pronto—. No importa lo que sucedió entre él y yo, ni cómo se fue, ni hace cuánto. Aún es parte de la banda. Por eso queremos que vuelva.

Stu alzó la vista al instante. C mantenía los ojos fijos en la mesa, sin rastros de sonrisa en su expresión. Él acomodó el señalador y cerró el libro. Se acodó en la mesa, descansando la cabeza ladeada en su mano, observándola. C había hablado con una lentitud que él le conocía, como si diera vueltas entre sus manos una madeja enmarañada, buscando un extremo para comenzar a deshacer el nudo.

—Todos habíamos estado en bandas de garaje con amigos, antes de que Valeria me presentara a su novio Jero y entre los dos encontráramos a Beto y Martín en foros de músicos. Pero éste fue el primer proyecto serio para los cuatro —siguió en el mismo tono pausado, sereno pero grave—. Lo aprendimos todo juntos. Cómo arreglar canciones, cómo congeniar nuestros temperamentos, cómo equilibrar prioridades. Ninguno de nosotros había pisado un escenario en su vida hasta que lo hicimos juntos. Cualquier cosa que hayamos llegado a ser, lo logramos juntos. Los cuatro: Jero, Beto, Martín y yo.

C se interrumpió al escuchar que Stu encendía un cigarrillo. Él se estiró para alcanzárselo, porque era imposible que fueran a tener esa conversación sin que ella fumara. Sin embargo, en un despliegue elogiable de voluntad, ella meneó la cabeza. Stu vio que se disponía a continuar y volvió a reclinarse en su silla.

—Si tenemos algo que pueda ser llamado estilo o identidad como banda, Martín ayudó a construirlo tanto como el resto de nosotros. —Tomó otro mate, hizo una mueca—. Muchas veces nos preguntamos por qué no conseguíamos reemplazarlo. Por qué ninguno de los guitarristas que probábamos terminaba de convencernos. Por qué les encontrábamos algo en contra por cada cosa que tenían a favor. Hasta que comprendimos que nadie podría ocupar su lugar de forma satisfactoria para nosotros, salvo él. Nunca nos terminaría de gustar otro guitarrista simplemente porque no era él.

Los ojos de C se desviaron hacia el cigarrillo de Stu y tendió una mano. Él se lo dio sonriendo. Ella fumó un momento en silencio y se lo devolvió. Cuando se encontraron sus ojos, el cuerpo de Stu olvidó consultar a su cerebro antes de ir a sentarse en el sofá junto a ella. Le pasó el brazo por los hombros y ella se apoyó en su costado con un suspiro.

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