85. Primera Vez

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Se despidieron del pianista al pasar hacia el lobby, de la mano, después de pedir que les enviaran los lirios y lo que quedaba del champagne a la suite de Stu. En el ascensor él volvió a abrazarla, porque C permanecía quieta y silenciosa, la vista baja, como ausente. Ella dejó escapar un suspiro entrecortado.

—¿Cansada? —le preguntó.

—No. Me siento como la boa del Principito después de comerse un elefante. Necesito digerir. —C soltó una risita y le guiñó un ojo—. Tú no eres un elefante cualquiera.

Stu asintió riendo por lo bajo. Mantuvo un brazo en torno a su cintura para conducirla hasta la suite, y tan pronto estuvieron dentro, la atrajo para besarla sin prisa. En la van sólo deseaba llegar allí para tener sexo. Pero luego de la última media hora, sólo quería retener a C entre sus brazos hasta que se durmiera acurrucada contra su pecho. Al parecer se había tomado demasiado en serio lo de terminar la velada con un momento romántico.

C vio que sus labios se fruncían en una sonrisita irónica.

—En español tenemos un dicho —dijo, observándolo—. Quien solo sonríe, sus picardías recuerda.

—En realidad, es exactamente al revés.

En ese momento llamaron a la puerta y Stu se vio obligado a soltar a C. Apenas le dio la espalda para abrir, la oyó dirigirse al dormitorio. Recibió el champagne y los lirios en el florero que le dieran en el bar. Dejó las flores sobre la mesa de café, sirvió dos copas de champagne y se encaminó sin prisa tras ella.

Pero C no estaba a la vista en el dormitorio. La luz del baño estaba apagada, el ventanal del balcón estaba cerrado. Miró a su alrededor frunciendo el ceño. Entonces descubrió un objeto pequeño en medio de la cama. Se acercó con curiosidad y dejó las copas sobre la mesa de noche. El objeto estaba envuelto en un pañuelo de gasa negro, atado con un nudo simple. Sobre el nudo descansaba una pequeña tarjeta blanca con su nombre.

Volvió a mirar alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Qué sorpresa le había preparado ahora?

Tomó el obsequio sin abrir el pañuelo, opaco y sedoso. Era algo pequeño y liviano. Saboreó la curiosidad al quitar con cuidado la tarjeta y dejarla junto a la lámpara de noche. Entonces deshizo el nudo sin prisa, con una sola mano. Y su sonrisa solitaria le dio la razón a las últimas palabras de C.

Ella lo esperaba en el balcón, de espaldas, arrebujada en su sacón. Stu se detuvo un momento tras ella a contemplarla, admirando la línea sensual de sus piernas, apreciando el atisbo de las cintas blancas que escapaban al ruedo del vestido para sujetar las medias. Recordó el tatuaje asomando por encima del escote, la brisa le trajo su perfume. Le hubiera prendido fuego a ese abrigo abultado que le ocultaba el resto de su figura.

Iba a dar un paso hacia ella cuando reparó en un detalle que no se le había ocurrido relacionar luego de ver el obsequio que ella le dejara. Un instante después se apoyaba contra su espalda y le ponía delante una copa. Tan pronto como ella la tomó y él tuvo una mano libre, se inclinó lo indispensable para deslizar los dedos por el costado de su muslo hasta alzar apenas su falda.

—¿Aceite íntimo? —susurró en su oído.

Ella volteó la cabeza lo indispensable para sonreírle.

Stu inspiró hondo, conteniendo su impulso de arrojar las copas por el balcón, arrancarle el sacón y hacerle el amor allí mismo. Al parecer no se había tomado tan en serio lo de terminar la velada en un momento romántico. Se obligó a ir a apoyarse en la baranda de piedra a su lado, enfrentándola con la cabeza ladeada hacia su hombro.

—¿Es por eso que estás vestida de blanco? —preguntó con suavidad, inclinando su copa hasta rozar la de ella—. ¿Por tu primera vez?

La única respuesta que ofreció C fue alzar las cejas por un instante, y a Stu le costó volver a contenerse. Meneó la cabeza lentamente, mirándola. Ella giró lo necesario para enfrentarlo también, permitiendo que el sacón se abriera. Antes de que él pudiera darse cuenta, su mano libre se deslizó en torno a la cintura de C y la atrajo hacia él.

Ella no se detuvo hasta encontrar sus labios, aunque se sobresaltó al sentir que él cubría sus ojos cerrados. Stu siguió besándola al tiempo que ataba el pañuelo de gasa negra tras su cabeza, cuidando de no deshacer su peinado. Detuvo su mano cuando C intentó tocarse la cara y la guió hacia abajo, para luego soltarla y volver a acariciar su muslo.

C permaneció muy quieta, sin intentar quitarse el pañuelo. Stu la observó mientras sus dedos se deslizaban entre la cinta y la piel hacia arriba, alzando la falda del vestido. Y aquella breve caricia fue suficiente para contraerle el estómago de deseo, guiando sus dedos hacia la entrepierna que se tensó sólo un instante al sentirlo.

La ropa interior parecía de seda al tacto, como el pañuelo, y los dedos de Stu la recorrieron brevemente, apreciando la textura y el cuerpo que cubría. Ella hizo una inspiración rápida al sentir que su caricia buscaba adelantarse entre sus muslos.

Stu la devoraba con la vista, absorbiendo cada gesto, cada reacción. Preguntándose cómo haría para contenerse el tiempo necesario para hacer todo lo que deseaba hacer en una breve noche. Entonces sus ojos tuvieron la gran idea de descender al pecho que se alzó agitado, asomando invitante bajo el escote de encaje blanco.

Tuvo que besarla, luchando por recuperar un poco de control sobre sí mismo. Una batalla perdida cuando ella adelantó apenas las caderas, haciendo lugar a su caricia.

—Oh, nena, me estás volviendo loco —murmuró contra sus labios, colándose dentro de su ropa interior.

—Bienvenido al club —musitó C sujetando a tientas su camisa, en el caso improbable de que a él se le ocurriera apartarse de ella.

—¿Estás segura? —se obligó a preguntar.

—No, pero confío en ti.

Stu sólo pudo estrecharla más contra su cuerpo.

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