58. Flores

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Habías traído pescado y verduras para hacer al horno, así que me tocó cortar las porquerías que querías cocinar junto con las papas, pensando con nostalgia en las hamburguesas que susurraban mi nombre desde la heladera. Vos te encargaste de abrir y limpiar el pescado.

Me hubiera gustado preguntarte qué te había pasado cuando salieras a comprar la cena, porque de pronto estabas de excelente humor, sin el menor rastro de lo que fuera que te hubiera caído encima cuando te hablaba de Martín.

Notaste que por rara ocasión yo mantenía mi teléfono a mano, y hasta respondí un par de mensajes mientras preparábamos la cena, así que te conté sobre Diego. Y ya que estaba, te conté sobre Elo, el productor y el guitarrista desconocido.

—Como si hubieran estado esperando que te distrajeras —comentaste, en medio de tu lucha por abrir bien el pescado; batalla que, de momento, el pescado iba ganando tres a cero.

—Lo mismo pensé —asentí, tratando de no reírme de tus vicisitudes culinarias.

Al fin pudiste abrir el cadáver obstinado, que se vengó de su derrota con una salpicadura asquerosa en tu camiseta. Menos mal que no era una de las de The Clash, o aquello hubiera desencadenado una guerra nuclear. No aguanté la risa al escucharte soltar un largo rosario de malas palabras, en un tono muy por encima de tu volumen habitual, mientras le cortabas la cabeza de un solo golpe.

Me miraste, como decidiendo si te vengarías de la afrenta del pescado en mí. Te guiñé un ojo y reíste por lo bajo, irritado, meneando la cabeza. Cuando pusimos todo al horno, te lavaste bien las manos y fuiste a cambiarte, todavía maldiciendo entre dientes.

Te demoraste tanto en el dormitorio que tuve ocasión de preguntarle a Diego por todos nuestros amigos y conocidos en Bariloche. Cuando volviste, todavía arremangándote la camisa leñadora sobre una camiseta inmaculada que seguramente hizo que el pescado en el horno deseara poder arruinarla, tenías una expresión extraña, un brillo distinto en los ojos.

Yo me había quedado apoyada contra la mesada de la cocina, entre la pileta y el horno. Viniste a pararte a sólo un paso y me sacaste el teléfono de la mano con delicadeza. Te enfrenté sorprendida y lo deslizaste en el bolsillo de tu camisa.

—En tres días podrás platicar con tu amigo cuanto quieras —dijiste en voz baja—. Ahora quisiera hacerte una propuesta.

Alcé las cejas, instándote a hablar.

—Ya que estaremos aquí dos días más, se me ocurrió que tal vez podríamos dedicar uno a esto. —Me mostraste un cigarrillo armado.

Alcé las cejas aún más, sorprendida. —¿Dedicar un día entero a fumar hierba?

—No, sólo fumaremos esto. El día se nos irá en la nube a la que nos enviará. —Bajaste la vista hacia el cigarrillo un momento—. Verás, esto no es cualquier hierba. La cultiva mi amigo Terry en la isla, y es lo más fuerte y raro que haya probado en mi vida. Y créeme que he degustado bastante.

—¿A qué te refieres?

—Nunca logré hacerle confesar a Terry qué le hace a sus plantas, pero el efecto de estas flores es muy diferente. Para comenzar, no hace efecto de inmediato, y no te baja. Tal vez tarda horas en hacer efecto. Pero una vez que te atrapa, no te suelta.

Asentí, sin ánimos de discutir. La verdad que no me interesaba pasarme la noche, o el día siguiente, fumada. Especialmente porque las flores nunca me sentaron bien.

—Pero eso no es todo —seguiste, viendo que tu argumento de venta no funcionaba—. Lo realmente especial es que tienen un efecto similar a un afrodisíaco.

—Oh, dime que quieres que fumemos y ya —protesté.

—Lo digo en serio. —Volviste a mirar el cigarro, como buscando las palabras—. No es como una píldora, ¿sabes? No hace que un hombre pase cinco horas duro como un garrote. No. Pero incita el deseo, y luego de tener sexo, es como si no hubieras hecho nada. Y vuelves a excitarte, y vuelves a tener sexo, y vuelta a comenzar.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now