75. El Último Secreto

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El agente de C aseguraba que las carreteras ya estaban abiertas, de modo que decidieron regresar a Buenos Aires el domingo por la noche. Así que el domingo al mediodía prepararon lo que ella llamó muy divertida un almuerzo gourmet. Stu cortó todo lo que no fuera carne roja y sirviera para una comida fría, mientras ella dio cuenta de las últimas hamburguesas con una fruición que lo hacía fruncir la cara de sólo verla.

—¿Y cómo te sientes para comenzar a trabajar en el álbum el martes? —preguntó Stu mientras prendían los cigarrillos de sobremesa.

C sonrió. —Estoy ansiosa con esto de Diego y el otro guitarrista, y ese productor que trajo Marian. Pero en lo que respecta a los chicos y a mí, estoy tranquila. Los tres conocemos de memoria todas las canciones, del derecho y del revés. Lo único que me pone un poco nerviosa es esto de grabar la voz. ¿Cómo es, Stu?

Él alzó las cejas, sin saber bien qué responderle. —Pues, te pones frente al micrófono y cantas con lo que te reproducen por los auriculares. Nada del otro mundo.

Ella bufó, revoleando los ojos. —Serás rockstar, pendejo —le reprochó—. Claro, para ti es cosa de todos los días. —Rió al ver que Stu intentaba explicarse mejor—. No importa. Sólo espero dar con el tono justo para cada canción. Tono en el sentido de color, o sentimiento, o... pues, eso. —Stu asintió y ella se encogió de hombros—. Y ruego que Ragolini no se aparezca por la sala. Marian dijo que tal vez 'pasara a saludar'. Sé que tenemos que estarle agradecidos, pero... —Resopló irritada—. Solía ser tan simpático, tan listo, tan agradable cuando todos éramos más jóvenes, y él todavía era sólo un periodista especializado en rock. Ahora es un imbécil arrogante.

Él rió por lo bajo, dándole la razón. —Sí, es lo que los trajes y el dinero suelen hacerle a la gente.

C terminó de levantar la mesa y puso agua al fuego. Stu la vio preparar su mate. Era increíble, cómo consumía galones al día de esa cosa amarga, caliente, incomprensible, en cada oportunidad que se le presentaba, sin importar el momento ni el lugar.

—¿Sabes? Hace unos meses hice algo de lo que jamás te hablé —dijo, porque no quería volver a la ciudad sin haber allanado esa cuestión entre ellos.

—¿Y qué habrás hecho? De pronto suenas cauteloso —respondió C de espaldas a él. La facilidad para conversar sin mirarse persistía, junto a la costumbre de atender a los diferentes matices en la voz y las palabras—. ¿Quieres un té, un café?

—No, gracias, aún me queda vino. —Stu respiró hondo—. Pues, fue antes de regresar a San Francisco. Uno de los últimos días que Ray y Ash pasaron conmigo en Hawai. Gracias a ti, hacía una semana que no me emborrachaba, y sentí la necesidad de hacer algo por ti a cambio.

C asentía, todavía de espaldas. Se movía sin prisa, y era evidente que se estaba aguantando para no preguntarle por qué volvía a hablar con rodeos, cuando él era experto en ir al grano sin miramientos. Llenó el termo, se sirvió un mate. Al fin giró hacia él.

Stu no la miraba. Sentado de frente a la mesa, las piernas cruzadas y los ojos bajos, demorándose en su copa de vino.

—¿Entonces? —lo instó ella cuando la pausa se prolongó.

—Entonces... Lo llamé. A Ragolini. Le hablé de ti, de tu banda. Le dije lo buenos que son, pero que recién empezaban y no tenían ningún contacto en la industria de la música, y...

—Hijo de puta.

Stu hubiera preferido un grito a ese siseo contenido, aunque el insulto compensaba la falta de volumen. C cruzó la cocina en dos pasos para detenerse junto a la mesa. Él alzó la vista para enfrentar sus ojos fulgurantes.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now