33. La Definición del Amor

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Por un instante de incertidumbre absoluta fue incapaz de reconocer nada de lo que lo rodeaba. Sí, era obvio que no estaba en San Francisco, mucho menos en Hawai. Así que debía tratarse de un hotel en el extranjero. Lo que más lo perturbó fue descubrirse desnudo bajo las sábanas, su brazo tendido sobre el hueco aún tibio a su lado, indicando que alguien acababa de levantarse. Alguien que estaba durmiendo con él. Pero Jen lo había dejado hacía meses. Entonces cómo, qué... ¿Por qué faltaba alguien a su lado?

Sintió la ráfaga de aire frío colándose dentro de la suite y se tendió boca arriba, alzando un poco la cabeza de la almohada. Las cortinas blancas se agitaban al otro extremo de la habitación: el ventanal al balcón estaba entreabierto.

No se sentía mareado ni embotado, y a veces despertarse sobrio todavía le resultaba una sensación extraña.

Apartó la sábana y el acolchado, su otra mano ya tanteando el suelo en busca de sus bóxer, y lo que encontró fue un top de mujer. Lo levantó al tiempo que sacaba los pies de la cama y sonrió de costado, todas las respuestas de aquel despertar en ese trozo de tela entre sus dedos.

Pasó por encima de su propia ropa hacia el sillón, de donde rescató sus bermudas favoritas. Las vistió sin apuro, se detuvo a prender un cigarrillo de camino al balcón. Notó que en medio de su cansancio físico, la cintura y los muslos eran los que más se quejaban. Volvió a sonreír en la penumbra.

El cortinado se apartó en otra ráfaga fría que lo detuvo. Ella estaba sentada ahí fuera, hecha un ovillo en un rincón del balcón, arrebujada en su chaqueta de invierno. Fumaba muy quieta, la vista perdida en los perfiles de la ciudad insomne como ella.

Acercó con sigilo una silla y se sentó allí a contemplarla, fumando con ella como tantas veces hiciera, sin que ella pudiera ver que lo hacía.

Tan dulce y tan inesperada. Se había entregado a él de una forma que lo había tomado completamente por sorpresa.

Él se había tomado todo el tiempo del mundo para disfrutar sus caricias, sus labios que no rehuían aquellos besos prolongados, carentes de toda prisa. Mientras sus cuerpos se encontraban al fin realmente, y resbalaban juntos en un sinfín de miradas y sonrisas.

La había recorrido y explorado con una lentitud enervante para ambos. Se había abierto a ella y le había mostrado lo que ella podía darle. Había tomado sin reparos cuanto ella le ofrecía, admirándola en su abandono, deseando de corazón que ese momento no terminara nunca, prolongándolo cuanto había podido.

La había sentido con cada centímetro de su piel, con cada chispa de esa química extraña que los vinculaba sin explicación desde la primera vez que estuvieran físicamente cerca, cuando ella sólo era otro rostro y otra mano alzados hacia él entre miles más a sus pies.

Y a cambio ella le había regalado su placer en un silencio estremecido, en un vasto despliegue de dulzura y deseo que lo tenía a él como único centro. Y hasta se había atrevido a descorrer el último velo, permitiéndose enfrentarlo con ojos que reflejaban por primera vez todo lo que sentía por él.

Algo cuya mera idea lo había amedrentado en un primer momento, este amor que ahora ella se había permitido mostrar en cada beso, en cada suspiro, en cada caricia, en las lágrimas que brillaron sin caer al sonreírle y en el vientre agitado que lo recibiera en su calor.

Este amor que no esperaba correspondencia, y sin embargo revivía a la menor muestra de ternura.

Había sido la noción de este amor lo que lo impulsara y lo detuviera al mismo tiempo, desde su primera noche de regreso en San Francisco, cuando la hallara por primera vez durmiendo en su almohada, sólo un pálido atisbo de esta noche.

Porque le hacía bien, lo necesitaba. Era tan bueno sentirse amado por alguien como ella, que en sus peores momentos había sabido hallar en él algo digno de amor. Esta mujer que se había atrevido a darle lo que más necesitaba cuando él más lo necesitaba. La que podía ser tan dócil como prepotente, tan suave y brutal, tan atenta y egoísta.

Su amor lo nutría.

Este amor que él no podía corresponder. No con la honestidad y la falta de reparos que ella ofrecía.

Y resultaba terriblemente irónico que cualquiera calificaría de amor todo lo que él hacía, por y con ella. Porque a pesar de todo allí estaba, al otro lado del mundo, sólo para estar con ella.

Pero él sabía la verdad.

Sabía que lo que hacía era gratitud por amarlo. Y darle lo que ella necesitaba para seguir amándolo, para que él pudiera permitirse este remanso de consuelo que alimentaba su alma herida.

Ahora fumaba observándola, leyendo en su expresión los pensamientos que la llenaban de dudas. A ella, la misma que sólo un par de horas atrás era la mujer más plena y feliz del mundo en sus brazos. Y había algo abrumador en saber que podía hacerla sentir así.

Pero su cabeza siempre activa la había arrancado de su lado y la había sacado a la madrugada fría, a arrinconarse con sus miedos, a preguntarse cómo no cometer errores irreparables. Después de que él cruzara el mundo sólo por ella, después de lo que ambos sintieran esta noche, ella aún necesitaba la reafirmación de saber si él advertiría que ella ya no estaba durmiendo a su lado.

Un escalofrío corrió por su espalda al darse cuenta lo sencillo que le resultaba saber lo que ella precisaba con sólo mirarla. Y era algo tan simple. Lo haría en un par de minutos, sin el menor inconveniente. Le daría lo que ella necesitaba para que volviera a sonreírle con esa mirada despejada, brillante, rebosante de amor.

No resultaba agradable saber que tenía esa clase de poder sobre nadie, menos aún sobre la persona en la que él no tenía reparos en apoyarse para mantenerse en pie, porque era la única persona capaz de sostenerlo.

Pero lo haría, porque a fin de cuentas ambos lo necesitaban. Ella para calmar sus temores absurdos y su inercia de tragedia sin fundamentos. Él para que ella siguiera sosteniéndolo.

Hay quienes llaman a eso amor.

Él lo llamaba egoísmo.

Y tal vez ambas definiciones fueran igualmente válidas.

Apagó el cigarrillo y se asomó al balcón.

C alzó la cabeza con una sonrisa vaga.

Stu se acuclilló tras ella, le rodeó el pecho con sus brazos y besó su cabello, apoyando la mejilla contra su sien.

—Vamos a la cama, nena —le susurró con un acento afectuoso que jamás habría podido fingir—. Tengo frío durmiendo solo cuando te sé cerca.

Ella se estremeció entre sus brazos y asintió. Asomó una mano de la chaqueta, que él tomó para ayudarla a incorporarse, y que no soltó para guiarla de regreso a la cama.

Las sábanas ya se habían enfriado cuando volvieron a acostarse, así que la abrazó para que se acurrucara contra su cuerpo, frente a frente, las piernas entrelazadas y los pies juntos, la boca de Stu contra la frente que ella inclinaba hacia él. C unió sus manos entre los pechos de ambos, los dos con los ojos cerrados.

La escuchó suspirar y sus brazos la estrecharon un poco más por un momento. La sintió relajarse poco a poco. Se negó a volver a entregarse al sueño hasta que la supo dormida. Entonces besó su frente y suspiró él también. Fuera de sus hijas, era lo más frágil que hubiera tenido jamás entre sus brazos. Y era el pilar más fuerte que hubiera hallado jamás para ayudarlo a cargar con el peso de su corazón.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now