54. El Rey en su Laberinto

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La noche caía sin rodeos. Stu manejó con cuidado en las calles desiertas, anegadas por la lluvia. La tienda cerca de la iglesia estaba abierta, y se tomó su tiempo para decidir qué cocinaría y elegir los mejores ingredientes.

¿Qué queda del amor cuando se ve reducido a alimento de la vanidad ajena?

Recordando su última conversación con Jen, frente a la escuela de las niñas, supo que muy pronto recibiría un sobre de una firma de abogados con la solicitud de divorcio dentro. Simplemente porque no podía ser de otra manera. Su abogado se lo remitiría a Sophie, que se lo entregaría al reunirse con él en México. Y antes de fin de mes, él estaría estampando su firma en la sentencia a muerte de la mejor parte de su vida, la más plena y feliz, la más amada.

Por haberse negado a contestar una pregunta para la cual, en ese momento, no tenía respuesta.

Había alimentado la vanidad de Jen una vez más, pero se había tomado el atrevimiento de pedir algo a cambio. Algo que sólo el amor, no el orgullo, hubiera podido dar. Y el castigo llegaría en esa carta que no tardaría en recibir.

Y él accedería, por supuesto. Estaría de acuerdo con cualquier arreglo sensato con tal de evitar el conflicto, para proteger a las niñas y protegerse a sí mismo. Jen lo sabía. Sólo restaba ver cómo utilizaría ese conocimiento.

La señora mayor sentada en la caja lo saludó con una sonrisa cálida, reconociéndolo. Se descubrió devolviéndosela sin esfuerzo. El turismo flexibilizaba los códigos rígidos y la desconfianza habitual de pueblo chico, y la mujer lo saludaba como a un cliente regular al tercer día de verlo. Y recordaba que era extranjero, porque no intentó entablar ninguna conversación como solía hacer con C. Sólo a último momento, al devolverle la tarjeta de crédito, renovó su sonrisa y dijo algo con lentitud. Cuatro o cinco palabras de las que él sólo comprendió las últimas: "su mujer". Comprendió a quién se refería, asintió con otra sonrisa, recogió las bolsas y se caló la capucha antes de salir a la calle.

Puso la SUV en marcha y esta vez recordó dejar que el motor se calentara. Fumó mirando la tienda, donde el matrimonio de jubilados comenzaban los preparativos para cerrar. Como si hubieran estado esperándolo.

Mientras él cavilaba entre las góndolas descoloridas, evocando la reacción de Jen al conocer el motivo de su viaje. Mientras admitía el precio de dejar de entregarle su amor a ciegas a quien ya no lo correspondía. Mientras ahogaba, con dificultad pero determinación, el dolor de seguir amando ese corazón tan generoso antaño, repentinamente tan mezquino.

Alguien, una mujer mayor detrás de un mostrador, lo esperaba para hablarle en otro idioma de "su mujer".

Y no se refería a Jen, sino a la mujer que él eligiera para acompañarlo.

La que ese día, una vez más, le había abierto su cuerpo y su corazón sin restricciones. La que luego lo dejara en solitaria libertad para enfrentar lo que él se negara a compartir con ella.

Condujo con más cuidado de regreso a la casita, el viento y la lluvia que venían del mar azotando el parabrisas. Estacionó bajo el techo del garaje abierto y en vez de bajar, prendió otro cigarrillo.

"Su mujer." La mujer que él tenía a su lado.

La que ya no era del todo la que él conociera y tratara por internet durante meses. La que ya no era del todo la seguidora asombrada y cohibida de los primeros días juntos. La que ya no era del todo ese espíritu ausente, abstraído, de los primeros días junto al mar. La que en ese mismo momento tal vez estuviera eligiendo su mejor lencería para esa noche con él. O tal vez tocaba la guitarra y añoraba a ese otro hombre que no amaba, pero con quien deseaba volver a compartir algo tan mágico y tan íntimo como hacer música. O tal vez leía, olvidada del mar a pocos pasos, su antiguo amante y su guitarra, él a punto de volver a la casa donde estaban conviviendo.

No intentaba competir ni ocupar puestos vacantes. Estaba demasiado atada a sus miedos para siquiera intentarlo. Y Stu no estaba seguro de que eso le gustara. Quizás la habría preferido un poco más ambiciosa.

Y sin embargo, tal como dijera Ashley, ¿no era exactamente eso lo que lo atraía de C, esa forma de ofrecerle todo sin pedirle nada a cambio?

Aunque esos últimos tres días a Stu por momentos le había costado seguir el ritmo de su ánimo, tan cambiante sin previo aviso. Y si iba a honrar su compromiso de ser completamente honesto consigo mismo, aquel despliegue de actitudes inesperadas le agregaban una dimensión extra a la mujer que conocía, y alimentaba su interés, su curiosidad, su deseo. Era a la vez terreno inexplorado y seguro, porque sabía que cualquier cosa relacionada con ella lo mantendría a salvo del dolor.

Y lo tenía a la expectativa.

Porque sin siquiera proponérselo, C le marcaba límites un poco sorpresivos. Se perdía contemplando el mar en silencio, sin que le importara en absoluto si él estaba a su lado. Le señalaba con mucho tacto que él estaba a veinte años de la etapa creativa que ella compartiera con el guitarrista, de modo que jamás podrían vivir algo así juntos. Y luego de explicárselo muy seria, taciturna, en inglés, recuperaba la vivacidad y la risa hablando con sus compañeros en un idioma del que él sólo comprendía unas pocas palabras sueltas. Pero que era el idioma en el que estaban estructurados todos su pensamientos y su forma de ver el mundo. Entonces lo dejaba para ir a cantarle sus dudas al mar, y al regresar lo empujaba a darle el placer que ella necesitaba, y se lo devolvía luego sin miramientos. Se burlaba de él y se perdía hablándole de otro hombre.

Advertía de inmediato que él se había caído en algo que lo torturaba. Y cuando él se negaba a compartirlo, se hacía a un lado sin chistar, dándole su tiempo para explorarlo y diciéndole, en caso de que él lo hubiera olvidado, que siempre estaría allí cuando él decidiera regresar a ella.

Se disponía a bajar de la SUV cuando cayó en la cuenta de que aquélla era la última noche que pasarían allí. Tendrían que ponerse en camino para regresar a Buenos Aires después del desayuno a más tardar.

Tornó a mirar la casita blanca, asediada por las sombras y los elementos. Ese lugar que les permitiera la verdadera intimidad que los dos necesitaban para seguir conociéndose. La intimidad que, estaba seguro, aún podía depararle más de esas sorpresas que le resultaban tan atractivas, aunque en un primer momento lo desconcertaran.

Una vez que se marcharan de allí, era imposible saber cuándo volverían a gozar de una intimidad tan completa. Y Stu aún tenía cosas por explorar.

¿Quién comenzaba a trabajar en un álbum un viernes por la tarde? Ni hablar. Debían hallar la forma de quedarse al menos el fin de semana.

A Este Lado - AOL#2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora