74. La Respuesta Vedada

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—¿Sabes? Por un momento deseé que ya no estuvieras aquí cuando regresara.

Habíamos ido a hacer compras y volvíamos a la casa en la SUV cuando dijiste eso. Sonreíste de costado, asintiendo para vos mismo.

—Deseaba que hubieras decidido irte, para no ser yo el que se fuera. Lo vi con tanta claridad. —Hiciste una pausa, como si lo recordaras—. Habría vuelto para descubrir que te habías ido. Y esta noche, o mañana, habría regresado solo a la ciudad. Y en un par de días habría ido a verte. —Suspiraste sin dejar de sonreír—. Te imagine abriéndome la puerta e invitándome a pasar. Tan amable, tan correcta, tan cortés. Yo me disculparía porque las cosas no habían resultado como esperábamos, y te ofrecería cancelar el contrato de la gira, para no obligarte a pasar seis o siete semanas trabajando conmigo tantas horas por días. Y tú aceptarías. Hasta sonreirías, demasiado orgullosa para mostrar tu dolor. Y nos habríamos despedido con un último abrazo, tal vez incluso un último beso, y eso habría sido todo.

Como siempre, tu voz y tus palabras eran las imágenes, los juegos de luces y sombras, el ánimo de la escena que describías.

Asentí. —Sí, yo también consideré esa opción. Era el final perfecto para romperle el corazón a cualquiera. Me imaginé dejándote una carta sobre la mesa y esperando sola el autobús. Hasta imaginé las largas horas de viaje, llorando en silencio mientras el autobús me alejaba del mar y de ti. Pero no te imaginaba yendo a verme. Imaginé que Mariano me ofrecería rescindir el contrato, y nunca volvería a verte ni a hablar contigo. Porque estaría demasiado herida para buscarte y arriesgarme a que me rechaces con tu proverbial cortesía, y tú no querrías contactarme para no lastimarme más.

—Pero no te fuiste.

—Me demoré buscando las mejores palabras para mi famosa carta. Una carta de despedida es muy importante, porque es lo único que dejas detrás de ti. Se supone que sea guardada y se convierta en un símbolo de ti con el paso del tiempo. De modo que escoger las palabras adecuadas es vital. Y cuando casi las tenía, vi que regresabas. Así que me quedé. No tenía nada de estilo que me vieras huir.

Lo que estábamos hablando no me entusiasmaba en lo más mínimo, pero de todas formas reí con vos y como vos, por lo bajo. Ya llegábamos a la casa. Estacionaste, apagaste el motor y te giraste en el asiento para enfrentarme.

—Me alegra que aún estuvieras aquí cuando di la vuelta para regresar, ¿sabes? Porque eso fue lo que hizo que me diera cuenta de que estábamos encarando todo de la manera equivocada. —Me tomaste la mano y te demoraste mirándola—. Porque al verte, me alivió que no te hubieras ido. Y entonces percibí tu dolor, y supe que tú también te habías dado cuenta de que estábamos haciéndolo todo mal. Porque tú no querías que yo me fuera, y yo quería que te quedaras.

Alzaste la vista hacia mí sonriendo de costado. No era momento de sonrisas amplias ni carcajadas.

—Ven —dijiste, cabeceando hacia afuera.

Bajamos de la SUV y me llevaste al borde del terreno, donde terminaba el pasto y la tierra se mezclaba con la arena bajando hacia la playa. Volviste a tomar mi mano y a demorarte en ella, tus pulgares acariciando suavemente mi piel.

De momento, yo todavía sentía que caminaba por hielo quebradizo, así que guardé silencio, limitándome a observarte. Alzaste la vista hacia el mar con otra sonrisa de costado y me pareció que vacilabas.

—Hay algo que he querido decirte desde que llegamos aquí —dijiste, y reíste por lo bajo otra vez—. Es gracioso, que estas cosas sean tan difíciles de decir.

Lo único que evitó que entrara en pánico fue sentir tu calor en el pecho. Permanecí muy quieta y callada, luchando por controlar mi ansiedad.

—¿Recuerdas cuando llegamos? Bajamos para aquí y vimos el amanecer.

Señalaste el lugar. Me volví lo indispensable para dar la impresión de que miraba en esa dirección. Asentí. Asentiste.

—Y cuando estábamos allí, dijiste... ¿Recuerdas lo que dijiste?

Volví a asentir. Volviste a asentir. De pronto parecías incapaz de enfrentarme y eso me tenía desorientada, igual que todos los rodeos y las oraciones inconclusas.

—En ese momento intenté responder y no me lo permitiste. Bien, quiero hacerlo ahora. Hace varios días que intento responder a esas palabras tuyas. Pero cada vez que me propongo hablar, siento que me interpretarás mal. Y creo que éste es un buen momento para hacerlo. Porque ahora sabes que quieres que me quede contigo, y yo sé que no quiero que te vayas.

—¿Stu? —pregunté, porque con tantas vueltas que dabas, ya no sabía qué esperar.

—Sí, ya parezco tú, ¿verdad? Dando mil rodeos antes de decir algo.

—Lo tomaré como un cumplido.

Reímos otra vez por lo bajo. Me di cuenta que mi mecanismo defensivo de restar seriedad a los momentos importantes te venía bien. Entonces me miraste de lleno a los ojos, y la expresión de tu mirada, y tu sonrisa vaga, amenazaron seriamente la solidez de mis rodillas.

—En verdad me gusta, disfruto... Hacer cosas que sé que te gustarán y disfrutarás —dijiste, y desviaste la vista hacia el mar de nuevo—. En verdad me encanta ser capaz de hacerte feliz, ¿sabes? Me encanta hacerte reír, compartir horas en la carretera, comer juntos, cantar contigo, hacer el amor. —Me enfrentaste apoyando una mano en mi hombro, apretándome contra tu costado para hablarme en susurros—. Te recuerdo esa mañana en la playa, y cuanto podía sentir era gratitud. Por la oportunidad de ser yo quien te trajera de regreso al mar, y estar a tu lado, sabiendo cuánto significaba para ti. Ser quien te abrazaba en ese momento. Fue... Es tan... tan grande, nena. Que me dijeras que me amas en ese momento.

Yo sólo podía sujetar la solapa de tu chaqueta de cuero, escuchándote estremecida, por lo que decías y por cómo lo decías, por la dulzura y la intensidad de tu voz y tus palabras. Me acariciaste la cara, me besaste la frente, seguiste hablando en voz baja.

—Me hace sentir... me haces sentir tan bien, tan... completo, nena. —Suspiraste—. Y no sé cómo se supone que pueda cansarme de sentirme así. Cómo podría dejar de buscar seguir sintiéndome así, como tú me haces sentir.

Pasé mis brazos bajo los tuyos y te estreché con todas mis fuerzas.

Lo sabías. Lo habías sabido antes que yo y habías tratado de decírmelo. ¿Cómo había podido pensar ni por un segundo que no lo sabías? Y no importaba lo que dijera mi orgullo, ni ninguna especulación argumentativa ni nada. El que me acababa de decir eso no era cualquiera. Era el mejor hombre del mundo. El hombre que yo amaba, y por quien lucharía cuanto pudiera mientras pudiera.

Me tomaste en tus brazos, tu boca contra mi pelo. Sentí que tu corazón latía con fuerza y creo que eso fue uno de los detalles que más me emocionaron de toda la situación. Tus palabras acababan de devolverme la vida y poner el mundo en mis manos. Pero que te hubieras puesto nervioso a la hora de decirlo, como si no estuvieras seguro de cuál sería mi reacción...

—Dios, te amo tanto —dije con voz entrecortada, haciendo un esfuerzo por no volver a llorar. Ya había sido suficientes lágrimas por un día—. Y tú eres quien me lo muestra. Tú me enseñas cómo amarte, y lo que significa. Y nunca podré agradecerte lo suficiente todo lo que sigues dándome.

Busqué enfrentarte. Quería perderme en tus ojos ahí, a mitad de camino del mar y del cielo. Me lo permitiste con otra sonrisa vaga. Y cuando viste que finalmente emergía de esa zambullida en mi sueño hecho realidad, y volvía a poner los pies en la tierra, entre tus brazos, abriste la boca.

Entornaste los párpados, vacilando como si buscaras las palabras exactas.

—Tú sabes que el español no es mi fuerte —dijiste, como justificándote—. Pero tú me mostraste que tu idioma tiene las palabras justas para esta respuesta que hasta ahora no me atrevía a darte.

Fruncí el ceño.

Un instante, porque al siguiente te estaba besando.

Porque en ese instante, lo que dijiste en tu español vacilante fue: —Te quiero.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now