73. Si Me Dejas Ahora

66 18 10
                                    

En algún momento regresaste.

Yo ya me había calmado y tenía la cara seca, sin rastros de agitación. Me había tomado otro termo de mate y fumado hasta el aburrimiento. Me había puesto los anteojos de sol para ocultar mis párpados hinchados y enrojecidos. Por mi mente ya habían desfilado todos los escenarios posibles de lo que ocurriría y todas las actitudes que podía llegar a asumir yo cuando ocurriera.

Irme antes de que volvieras.

Irme después de que volvieras.

Explicarte por qué me iba en una carta.

Explicarte por qué me iba de viva voz.

Fingir que no había pasado nada.

Aceptar tu situación, que finalmente comprendía, y contentarme con lo poco que pudieras y quisieras darme.

Pedir perdón por hablar de más.

Rogarte que no me dejaras.

Acatar tu decisión hecha un mar de lágrimas.

Acatar tu decisión hecha un ejemplo de madurez y comprensión.

Acatar tu decisión fingiendo indiferencia.

Ponerme a la defensiva, convertirme en una furia venenosa y decirte lo más hiriente que se me ocurriera.

Pedir otra oportunidad.

Correr a tu encuentro, abrazarte muy fuerte y decirte que te amaba.

Irme antes de que volvieras era lo más poéticamente melodramático. O sea que era mi opción favorita. El problema era la carta o nota que te dejaría. Me perdí pensando qué te escribiría.

Sabía que todas mis conjeturas no eran más que matices secundarios de lo que realmente importaba, de lo que iba a pasar: me ibas a dejar. Cómo reaccionara yo era accesorio y por completo irrelevante. Era una postal para mi amor propio, para no sentirme tan mal después de que todo terminara.

Como si algo pudiera evitar que no me sintiera tan mal después de que todo terminara.

Y absorta dirimiendo semántica, de pronto te vi volver, siempre a paso tranquilo, siguiendo la orilla.

Se me prendió fuego el pecho.

Ninguna previsión servía de nada, ningún plan, ninguna comprensión.

Sólo pude hacerme a la idea de tratar de ser todo lo honesta que pudiera.

El problema fue que, con esto de ser honesta en mente, se me llenaron los ojos de lágrimas apenas te apartaste de la orilla para venir hacia la casa. Me los sequé apurada. Si me veías llorar, te iba a dar lástima. Y yo no quería que estuvieras conmigo por lástima.

Pero si la opción era que no estuvieras conmigo, ¿quería que no estuvieras conmigo? Cerré los ojos, puteando estos laberintos argumentativos en los que vivo cayéndome. Porque mi corazón te quería conmigo y mi orgullo no quería que fuera por lástima.

Me obligué a recordar mi última epifanía para entender tu situación, y hasta dónde podrían llegar tus sentimientos por mí. Me pregunté si me servía, si me alcanzaba, si me conformaba. Por ahora sí. ¿Y más adelante? No tenía idea. Otra vez, el corazón decía que sí y el orgullo decía que no.

Encaraste los escalones del deck y esbocé una sonrisa rápida, para que supieras que había vuelto de la luna de Valencia y registraba tu presencia.

Vacilaste antes de sentarte. Me corrí hacia un extremo del sillón para hacerte lugar y me ovillé en el rincón, enfrentándote. Te sentaste con un suspiro, de cara a la playa. Contuve el aliento, paralizada de miedo y de ganas de que me abrazaras fuerte, como solías.

—Cuánto por pensar, ¿no? —dijiste en tono casual, tus ojos en la playa, no en mí.

—Sí —respondí en un hilo de voz.

—Nada nuevo, en realidad. Sólo... Tú sabes, todo junto.

Asentí, la garganta, el pecho, el estómago cerrados. Detestaba tu forma lenta de procesar y expresarte. Odiaba la sensación terrible, insoportable, de que mi vida dependía de lo que dijeras a continuación. Me mordí la lengua para no hablar, las palabras pugnando por salir de mi boca, apuradas antes de que fuera demasiado tarde.

—Y aun así, hay algo que no encaja, ¿sabes?

Una oleada de alivio me recorrió al escucharte. Porque si hablabas, yo me callaría para escucharte, y no correría el riesgo de volver a hablar de más. Al menos de momento. Casi te hablo de los tulipanes y la catedral para que supieras que entendía a qué te referías.

—O sea, tienes razón cuando dices que tengo que dejarte. —Se me vino el alma al puso y casi me pongo a llorar de nuevo—. Puedo darte mil motivos para dejarte. Acabo de enumerarlos uno por uno mientras caminaba. Mis motivos y los tuyos. Y son todos ciertos, y sensatos, y... —Te encogiste de hombros meneando apenas la cabeza.

—¿Y? —repetí en un murmullo.

Decilo, por favor. Decilo de una vez, así me puedo morir y ya, porque no aguanto más esto.

Volteaste a mirarme con una mueca que no lograba ser una sonrisa y me acariciaste la mejilla como un soplo, tu otra mano frotando tu pecho.

—Nena, si no te lo tomas con un poco de calma, me va a dar un ataque al corazón —dijiste con suavidad—. Porque te duele tanto que me está matando.

Tu voz, tu caricia, tus palabras.

Me largué a llorar con todas mis fuerzas de nuevo. Se me cayeron los lentes cuando me tapé la cara con ambas manos, doblada hacia adelante.

Te acercaste cuanto pudiste a mí, me abrazaste, me besaste el pelo, dejándome llorar contra tu pecho.

Y yo lloraba como cuando me llamaran para avisarme lo que le había pasado a Verónica. Como si te hubieras muerto, porque ibas a salir de mi vida para siempre como ella. Y lloraba por mí, porque iba a tener que seguir viva habiéndote perdido para siempre, como la perdí a ella.

—No me dejes, por favor —sollocé, y más tarde registraría que era la primera vez en mi vida que le decía eso a alguien.

—Tranquila, nena —susurraste—. Sé cómo te sientes, ¿recuerdas? Sé que duele, pero...

—No puedes dejarme —te interrumpí porque ahora sí, si no lo decía, después iba a ser demasiado tarde. De hecho, ya era tarde, pero era mi última oportunidad para decirlo—. Porque dejarme es la decisión correcta, madura. Pero eres tú, y soy yo. Y podemos ser distintos en muchas cosas, pero no en esto. Tú y yo no hacemos las cosas porque sean lo correcto, o lo sensato, o lo más maduro. Tú y yo odiamos esas cosas. Nosotros hacemos lo que sentimos, lo que nuestras entrañas nos piden que hagamos. Y tú no sientes que quieras dejarme, al menos no aún. Y yo seguro que no quiero que me dejes, y...

—No voy a dejarte, nena —susurraste con dulzura en mi oído.

Me quedé inmóvil entre tus brazos, el ceño fruncido junto a tu pecho, mi mano todavía aferrando tu leñadora, absolutamente desconcertada y confundida. Tus brazos me estrecharon un poco más y soltaste una risita entrecortada contra mi pelo.

—Eso era lo que intentaba decirte, en cierta forma. Lo que quería decirte es que no buscamos que ocurra, que te deje, por las razones correctas, ni por las sensatas, ni por las que nuestras entrañas dictan. Estamos intentando forzar esta situación porque aquí hay algo más en juego. Y creo que es nuestra necesidad de no sentirnos bien. Mi necesidad de sentir que rompo todo, en este caso tú, y tu necesidad de sentir que eres la que lo arruinó todo.

Me sorprendió escucharte. Sabía que vos también lo comprenderías, pero no esperaba que lo rechazarías por ser más una excusa que un motivo para dejarme.

—Así que pienso que si nos vamos a romper el uno al otro, y cagarla a lo grande, deberíamos hacerlo como corresponde: juntos. —Aflojaste tu abrazo y me instaste a enfrentarte. Encontré tu sonrisa triste—. Tal vez un día te canses de ser la que ama. O yo sentiré que ya no te necesito a mi lado. No lo sé. Pero quiero que lleguemos a ese día juntos, en la vida real, no por separado y perdidos en nuestras propias especulaciones.

Alzaste las cejas, esperando que te respondiera.

Me volví a caer en tu pecho llorando y volviste a reír por lo bajo y besarme el pelo, estrechándome entre tus brazos.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now