42. Cena en Casa

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En mi casa, mientras yo metía apurada ropa en mi mochila, rogando no olvidarme nada importante, se planteó dónde cenaríamos, y decidimos comer ahí mismo, para que vos pudieras aprovechar y llamar a tus hijas.

—¿Hay algo que al menos parezca verde en esta casa? —te escuché preguntar desde la cocina.

Te encontré con el ceño fruncido delante de la heladera abierta y te señalé un volante pegado a la puerta de la propia heladera. Era verde. Me miraste con una cara que no precisaba traducción.

—Comida vegetariana a domicilio —expliqué muerta de risa—. No eres el único fanático del césped en mi vida, ¿sabes? Tuve que conservar esto por si a alguien se le ocurre tener una comida sana bajo mi techo.

—Veamos... —Intentaste leer las opciones del menú y te diste por vencido en menos de un minuto—. No entiendo una maldita palabra. ¿Podrías traducirme mis opciones?

Una vez hecho el pedido, que incluía mayonesa de ave para mí, te ayudé a acomodarte en el escritorio de mi dormitorio con tu laptop, para llamar a San Francisco tranquilo.

Yo me llevé mi computadora al comedor y me senté por primera vez en cuatro o cinco días a ver mis mails y mis redes sociales. A ver en qué andaba el universo mientras yo paseaba por el paraíso.

Fue un rato agradable, relajado. Te escuchaba hablar desde mi habitación mientras yo respondía mails y foros. Y había una cualidad cotidiana en ese momento que me encantaba. Era seguir compartiendo partes de nuestras vidas como antes, pero al revés. Antes era comunicarnos mientras realizábamos las actividades que no nos demandaban interrumpir nuestras charlas. Ahora era estar juntos mientras nos comunicábamos con otros.

Media hora después bajé a buscar la comida. Cuando volví, ya te habías despedido de las nenas y estabas en la cocina, sacando platos, vasos y cubiertos de la alacena. Me quedé en la puerta de la cocina, mirándote con sonrisa idiota, muerta del amor y la ternura. Y así me encontraste cuando giraste para llevar todo al comedor. Tu sonrisa más bien interrogante me hizo reaccionar lo suficiente para dejarte pasar y te seguí pisándote los talones.

Y como no querías que reprimiera mis impulsos de demostrarte lo que sentía, dejé la bolsa sobre la mesa y tendí una mano hacia tu hombro. Cuando te volviste hacia mí, me adelanté y te besé. Porque mi casa nunca se había visto tan linda como con vos en ella. Porque haber ensayado con vos esa tarde, compartiendo mis canciones y las tuyas, había sido tan absolutamente mágico y emocionante. Porque te amaba y tenía la oportunidad de estar a tu lado. Y ninguna palabra, ningún gesto, nada parecía suficiente para expresarte todo lo que sentía por vos, que aunque pareciera increíble, crecía con cada cosa que vivíamos juntos.

Respondiste a mi beso sin apuro ni ansiedad. Me perdí mirando esos ojos increíbles que tenés, profundos, hermosos. Descansé la cabeza en tu hombro con un suspiro. Rodeaste mi cintura con un brazo y me besaste la frente en silencio.

—Yo... De pronto tengo miedo a las palabras, ¿sabes? —murmuré, jugueteando con los botones de tu franela—. Porque, ¿qué sentido tienen? ¿Qué sentido tiene buscar una manera de decirlo todo? ¿Cambia las cosas? Y si las cambia, ¿es para bien o para mal? ¿O las convierte en otra cosa?

—Hablas en general, pero tienes algo específico en mente —terciaste.

—Sí. Cena en casa.

Me estrechaste un momento. —Curioso, ¿verdad? Cómo algo tan simple puede ser algo tan importante para nosotros —dijiste pensativo.

—Somos unos raros. —Reí por lo bajo—. Pero así somos. La cuestión es, ¿necesitamos hablar en este mismo momento de lo que significa? ¿O simplemente deberíamos sentarnos a comer antes de que se enfríe esa cosa extraña que ordenaste?

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now