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Baulgrana— 1773

La niña, de escasos cuatro años, no soltaba la mano de la novicia, encargada de comprar alimentos para el convento en el pueblo, quien la llevaba con ella. A la pequeña le encantaba el aire libre, por eso disfrutaba de estos paseos por esos callejones, llenos de puestos, donde vendían frutas, verduras, plantas, entre otras cosas. Todo iba bien en el pequeño mundo infantil de Elizabeth, hasta que vio la escena de otra niña agarrada de un hombre y una mujer, a quienes los llamó: padre y madre, respectivamente, viéndose muy emocionada y protegida por ellos. Como ella vivía enclaustrada en un convento, era la primera vez que Elizabeth escuchaba esas palabras, por eso había preguntado a la novicia que significaban, conociendo ese día que había niños que tenían un padre y una madre, quienes eran su familia ...entonces cuando preguntó a la hermana por qué ella no tenía una familia, está la había puesto al tanto que su madre había ido al cielo y la había dejado en el convento para que la cuidaran...de su padre había evitado decirle algo, pero cuando Elizabeth se había hecho más grande, pudo comprender que no tenía papá, porque seguramente había abandonado a su madre embarazada, pero aún así había mantenido la esperanza que él un día fuese por ella, hasta que se enteró que la había despreciado al no estar seguro de la paternidad. Allí Elizabeth había entendido que estaba sola en el mundo, ya que no tuvo la fortuna de tener una familia, ni antes, ni ahora, ni nunca...

***

A Elizabeth se le salieron las lágrimas, sabiendo que se lastimaba a sí misma, evocando su pasado de soledad y carencias afectivas, cuando hacía poco había perdido a su bebé. Pues sí, tal parecía que ella no tenía derecho a tener una familia, porque cuando parecía que por fin tendría una, junto a su esposo y su hijo, su burbuja de felicidad había explotado estallándole en la cara la triste realidad de que había puesto sus ilusiones en un hombre con un destino donde no cabía ella; en un hombre que jamás podría brindarle lo que ella desesperadamente ansiaba. Una persona que se debía a su trono y no podía perder su tiempo atendiendo los problemas de falta de amor de una plebeya, con un origen incierto, con la que se vio obligado a casarse, por eso se dijo que ella debía marcharse de este lugar donde nunca pertenecería, ni encajaría, una jaula de oro que la iría consumiendo día tras día, si se quedaba, pensó abrazándose a sí misma, sintiendo un escalofrío espantoso, bajo su mullido abrigo y vestido negro de luto, de cuello alto, pese a que había un tenue sol aquella mañana. Desde que había perdido a su niño hacía quince días, tenía ese horrible malestar que llegaba a los puntos de hacerla sudar frio, además tenía el vientre muy inflamado y acidez. El doctor, quien era algo seco y apenas la tocaba para revisarla, le había dicho que no eran de cuidado sus dolencias, porque tenía que quedar con secuelas, a corto plazo, por lo ocurrido, por eso le había seguido recomendando brebajes, que no la aliviaban. Elizabeth pensaba que tal vez su cuerpo estaba reaccionando al dolor monumental que carcomía su alma, en ese momento o tal vez a que casi no comía y su estómago se estaba revelando, poniéndola tan mal. En realidad, había perdido el gusto por los alimentos de lo devastada que estaba y por eso no aguantaba nada. Ella con los días había salido de la bruma que protegía su mente del sufrimiento y ahora tenía que enfrentar el dolor de su perdida, cuerda. Era duro, aceptó para sí, mirando hacia la lejanía del bosque, todavía deseando ir a donde había ido su niño.

Hoy había decidido acabar con el encierro que había tenido desde la desgracia, viniendo a una banca, frente a unos rosales, un rincón del jardín trasero del palacio, para no tener que toparse con nadie de la corte, pero, aunque había aprovechado para tomar un respiro de su protectora suegra (quien ahora estaba ocupada con el padre que vino a confesarla) no estaba sola, porque había cuatro hombres de la seguridad real, rodeándola a una distancia prudencial y tambien dos damas de compañía. Ausente, como a casi todas las conversaciones con la reina madre en que la dama hablaba sola, sin ella responderle casi, la había escuchado decirle que William había amenazado a la seguridad y a las muchachas, luego de su intento de suicidio, que si no la cuidaban bien los echaría sin compasión y nadie quería perder su trabajo, por eso Elizabeth, ni había intentado escabullírseles, porque los pobres solo deseaban cumplir con lo encomendado por su rey y no quería perjudicarlos, además ella sabía que no tenía caso intentar escapar de aquella fortaleza; ya lo había aprendido de la peor manera en su anterior intento. Ella sabía que lo que debía hacer era hablar con William y decirle que ya ella no podía seguir participando de esta mentira de ser su esposa y que la dejase marchar, pero lo estaba posponiendo porque no deseaba verlo, ni hablar con él. De hecho, desde lo que había ocurrido, no había cruzado palabra con él, aunque seguía viéndolo meterse a su cuarto en las noches; días atrás, teniendo que pedirle que no la estuviese abrazando. Él parecía sentirse culpable de lo ocurrido, tanto que hasta había organizado una misa en la capilla de la corte por el alma del niño. Elizabeth se lo agradecía enormemente y que hubiese pedido llevar un duelo a su corte, como le contó su suegra que había hecho, pero no se engañaba, sabía que más que la muerte del pequeño, lo que debía dolerle era lo que la criatura representaba para su reino. El niño para él era la continuación de su linaje y haberlo perdido debía tenerlo muy contrariado. En fin, ella no podía seguir aquí, se repitió, tomando de una caja que había puesto en la banca, la ropita de su bebé, junto a unos implementos de tejer. Ella sabía que se hacía más daño, tejiéndole los bordes a estas piezas cuando ya su niño se había ido y nunca las usaría, pero no podía parar de hacerlo, ni podía deshacerse de esa ropa, como le había sugerido que hiciese la reina madre, preocupada por su salud mental, porque haciendo esto, de vez en cuando engañaba a su mente, creyendo por segundos que nada había pasado y en unos meses, daría a luz. Le dolió el corazón al pensar en la cruel realidad de que eso no iba suceder y más lágrimas salieron de sus ojos, teniendo que taparse la cara para descargar su tristeza, fue por ello que no se dio cuenta de otra presencia cercana a ella, hasta que oyó la voz grave e inconfundible.

Su reina por obligacion /LIBRO 1) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora