Prólogo

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Baulgrana, 1790

La joven novicia Elizabeth Acher mantenía una plática en el patio trasero del monasterio donde había crecido y ahora se iba ordenar, con un par de monjas que le recomendaban como debía ser su proceder cuando tomara sus votos de pobreza, castidad y obediencia. Ella escuchaba atentamente a las hermanas mayores, ya que desde pequeña deseó encomendar su vida a Dios y quería hacerlo de la mejor manera. De pronto se llevó una mano al cuello y se dio cuenta que no llevaba el rosario de bolitas rosas que su madre le había dejado como herencia antes de morir. Disculpándose con las dos hermanas mayores se levantó de la banca de piedra que estuvo ocupando y se adentró a la poderosa edificación medieval de piedra con rumbo a la oficina de la abadesa, segura de que allí había dejado la pieza porque horas atrás estuvo orando, junto a la anciana con este artefacto en la mano.

Elizabeth ya estando parada tras la pesada puerta de madera de la oficina de la abadesa, sin querer empezó a escuchar una conversación que la misma mantenía con el que parecía ser el obispo, santidad quien venía regularmente a hacerles visitas de revisión a las instalaciones, mismo quien debió haber llegado cuando ella estuvo atrás en el patio.

—...Perdóneme Su santidad, pero a mí no me parece prudente que debamos decirle la verdad a la hermana Elizabeth. decía la abadesa.

—Al contrario, Sor Piedad, esto pondrá a prueba la fe y la entereza de la hermana para aceptar las realidades desfavorables. —contestaba el obispo con voz grave y dictatorial. —Además ella merece saber la verdad sobre su vida.

Su santidad, ella ha creído toda la vida que su madre era una campesina enferma del pueblo que vino a pedirnos ayuda cuando ella era una bebé; que le digamos que en realidad era una meretriz podría hacerle daño a su mente. —replicaba la interlocutora afectada y esto conmocionó a Elizabeth, quien se adentró a la estancia impulsivamente.

—¿Es cierto eso?preguntó con un hilillo de voz, a ambas santidades que al ser sorprendidos por su presencia se miraron uno al otro. —¿Es cierto que mi madre era una meretriz?

Ante el silencio Elizabeth, insistió:

—¡Contesten por favor! Díganme la verdad.

La primera en decir algo fue la abadesa, quien se levantó de la silla tras su escritorio de madera e intentó acercarse.

—Hermana Elizabeth, lamento que se haya enterado de esta manera.

—¿Por qué me mintieron? ¿Por qué no me dijeron la verdad antes? —reclamó Elizabeth alejándose de la mano delgada y arrugada que le tendía la anciana para reconfortarla.

—Creo que la pregunta sobra hermana. —contestó el obispo, mirándola con su mirada tan sabia. —Desde que usted llegó de bebé a este monasterio todas las hermanas la han sobreprotegido y obvio jamás se hubiesen atrevido a decirle nada que pudiese afectar sus sentimientos.

Elizabeth conmocionada se echó atrás, entonces susurró ida:

—Claro..., es por eso que nunca me ha reclamado un padre...seguramente mi madre por llevar una vida de libertinaje no sabía quién era mi progenitor ¿o me equivoco?

—Ella si lo sabía, pero él...

—¿Pero él...? —instó a seguir Elizabeth a la abadesa y ante su silencio elocuente, terminó por ella: —No estaba seguro de su paternidad, por ella dedicarse a lo que se dedicaba ¿Cierto?

Elizabeth no necesitó oír una respuesta porque la cara de la anciana mayor de hábito le dijo todo. Entonces sin que ninguno de los ancianos pudiese evitarlo, salió corriendo despavorida de la estancia.

Su reina por obligacion /LIBRO 1) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora