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William salió a la antecámara de su habitación, conmocionado, ya que no había podido seguir viendo a la joven que acababa de mancillar. Él no violaba mujeres. Un rey no necesitaba hacer eso, porque siempre tenía el consentimiento de todas. Brunet, quien estaba parado afuera, como parte de su trabajo de seguridad real, al verlo así, se le acercó y le preguntó que le pasaba.

—¿Que, que me pasa? —bramó William, ajustándose su batín con detalles de oro y agarrándolo del cuello con violencia—¡Esa mujer que me trajiste a la alcoba no es prostituta! ¡Esa mujer era virgen!

Brunet quien estaba al tanto de eso, fingió consternación:

—Pero, su majestad, los hombres que me la vendieron dijeron que venía de las montañas y era meretriz y yo...

—Ya cállate Brunet, mejor no digas más. —lo empujó William—Esos imbéciles te engañaron y quiero sus cabezas. Manda a atraparlos y a ejecutarlos. —ordenó inclemente, llevándose las manos a la cabeza para echar su largo cabello rubio hacia atrás.—En cuanto a la muchacha, manda a buscar a la curandera del pueblo. Es necesario que la atiendan, puesto que la dejé bastante lastimada.

Brunet asintió y fue a cumplir las órdenes de su majestad y por su puesto poner al tanto a su jefe que todo había salido como esperaban, por su parte William se quedó abrumado por lo que había hecho.

En la madrugada llegó al palacio una anciana curandera, entrada en carnes y con canas misma que se hacía llamar Sheba, a quien de inmediato Brunet condujo con la enferma, quien para ese momento ardía en fiebre y estaba delirando que no le hicieran daño, siendo cuidada por dos criadas. Entonces Sheba puso más paños en su frente, para luego mirar su parte íntima que se veía muy herida, consecuencia de los actos sexuales realizados con el rey, despues la limpió y le puso un camisón, que tenían las criadas en la mesita de noche, para más tarde pedirle a las mismas le prepararan un brebaje con las hiervas que le entregó. Cuando las muchachas regresaron con lo pedido, le dio a tomar a su paciente, poción que unos minutos más tarde hizo sudar a la joven, quien empezó a gritar, pareciendo una desquiciada, que no la lastimaran.

—¿Cómo sigue? ¿Puede morirse? —preguntó William, adentrándose a la estancia, arrugando la cara al ver el estado grave de la muchacha que estaba en su cama. Él todavía se sentía mareado, pero el baño que se había dado al menos lo tenía cuerdo.

—Está muy mal, su majestad. — respondió Sheba, luego de girarse y hacerle una reverencia. —Y no, no se va morir, se recuperará. Claro su cuerpo, pero su mente dudo que lo haga.

—¿Qué quieres decir?

—Ella puede quedar loca para siempre, su alteza, luego del abuso. —contó ella, sus temores. Entonces Wiliam juró por lo bajo y amenazó:

—Te prohíbo que digas a alguien lo que ha pasado aquí ¿entiendes?, sino te corto la lengua.

Sheba asintió y temió que ese desalmado rey fuese a desaparecer a la muchacha para ocultar su crimen. ¿Tendría familia esa jovencita? ¿De dónde habría salido?, se preguntó mirándola la anciana.

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La reina Beatriz Bowes-Teck , la madre de William no podía creer lo que oía, la mañana siguiente mientras desayunaba el comedor de sus aposentos privados. ¡Su hijo había abusado de una joven! Se lo informó la criada que tenía de incógnita vigilando las áreas de su hijo en el palacio. William, su hijo de veinticuatro años era un hombre difícil, que le preocupaba mucho, porque desde se había convertido en rey, hacían tres años, se había vuelto más frio y cruel que cuando había sido príncipe. De hecho, se comentaba que en el pueblo lo llamaban el rey maldito, por los impuestos altísimos que les tenía y la falta de alimentos que les brindaba. Ella como madre, temía que por esa forma en que llevaba su reinado, provocara que su gente se fuese en su contra en un golpe de estado, como había pasado en otros reinos europeos, donde los reyes habían terminado bajo el cepo. Suspiró dejando el jugo que había estado tomando, sobre su mesa fina persa, para levantarse elegantemente e ir a ver si lograba conseguir una entrevista con William, gracias a dios él no se negó a verla y la recibió en su despacho más tarde, donde detrás de él estaba su retrato, que le habían pintado el año pasado cuando había regresado de contienda, de una batalla conquistada, frente a Siam, su país vecino.

—¿Y ahora qué quieres madre? —preguntó él, sentado tras su escritorio revisando edictos, junto a sus consejeros, que lo acompañaban. Se veía majestuoso como siempre con su levita dorado, con botones de oro; camisa y pañuelo anudando su cuello y su brillante corona adornaba su cabello rubio. William era más parecido a ella que era rubia que a su padre, quien había sido pelinegro y moreno, pero había heredado la estructura fuerte de él y su arrogancia.

—Ya me enteré de la monstruosidad que hiciste—dijo Beatriz sin irse por las ramas, ni importándole que estaban los tres ministros consejeros, porque ellos sabían todo de su hijo— ¿Cómo pudiste William? ¡¿Cómo?!

—Madre te voy a pedir de favor que no te inmiscuyas en mis cosas, porque aquí yo soy el rey—replicó William echando a los hombres con un gesto elegante, modales inculcados a una persona que había nacido para reinar.

—¡Y yo soy tu madre! —replicó ella, cuando se quedaron solos. —La mujer que te dio la vida y que no soporta que sigas cometiendo exabruptos que pueden hacer tambalear la permanencia de nuestro reino.

—Esa tontería no va hacernos perder nuestro reino madre, por favor.

Beatriz hizo un gesto negativo con su cabeza al ver la frialdad de su hijo.

—¡Violaste a una muchacha, William! —exclamó ella, haciendo ademanes con las manos. —Eso puede afectar tu imagen, ya de por sí muy maltrecha para tus súbditos. La iglesia ya varias veces te ha amenazado con excomulgarte por las orgias y vulgaridades que se cuentan, suceden en la vida nocturna de nuestra corte.

—Nadie va quitarme mi reinado, si esa es tu preocupación. —le aseguró él—Cuando esa muchacha se recupere, la mandaré lejos a la campiña y la mantendré de por vida por los daños causados. Fin del problema.

—¿Y así vas a acallar tu conciencia?

—Sabes de sobra que no tengo conciencia. —replicó él, tamborileando distraídamente los dedos sobre su escritorio.

—¿Quién es la joven, William?

—No lo sé, madre. Me la vendieron unos usureros; me imagino que la habrán raptado del campo—contestó William exasperado.

—¿Y cómo está? ¿Cómo quedó luego de lo que le hiciste?

—Mal madre, está desestabilizada, ya la está atendiendo la curandera. Lo prefería así, porque no quiero que el doctor de la corte lo sepa.

—Deseo verla. Por favor. —pidió Beatriz. —Ordena que me dejen pasar a tus aposentos.

—¿Para qué quieres verla?

—Porque me siento culpable por tus pecados—confesó ella y él puso los ojos en blanco.

—Madre has lo que quieras, pero de nada va servir que la veas, porque ella está prácticamente ida, fuera de la realidad.

Beatriz negó con la cabeza, entonces William llamó a uno de sus consejeros para que mandara a sus guardias dejar pasar a su madre a sus aposentos. Cuando ella salió de la estancia, descorriendo las puertas dobles, soltó un suspiro, ya que había querido desahogarse con ella sobre lo mal que se sentía, luego lo que había hecho, pero como siempre no había exteriorizado sus emociones, porque desde muy chico había aprendido a que a nadie debía mostrárselas. Él era un hombre fuerte, un rey, un guerrero. No estaba para sensiblerías.


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Beatriz cuando por fin pudo ver a la joven, viéndose pálida y revolviéndose en la cama de su hijo, lloró, por haberle permitido a su difunto esposo, que amaestraran a William como a todos sus ancestros, ya que desde los siete años lo habían separado de ella y enviado a lejanas tierras donde fue entrenado para matar. William antes de eso había sido muy sensible y aquella experiencia de desapego de ella, su madre, a quien amaba lo había convertido en un hombre frio. Él nunca había vuelto a ser el mismo, año tras año se fue endureciendo, por no estar a su lado, hasta quedar en lo que ahora era, una persona despiadada, que sabría dios que cosas no habría pasado, que ella no sabía, para que terminara gustándole golpear mujeres, de manera insana, porque su esposo tambien le había gustado golpear mujeres, cuestión que parecía se les debía inculcar a los reyes de Baulgrana por generaciones, con la misma importancia que las artes de guerra. Pobre muchacha, pensó mirándola en la cama e imaginándose el horror que debió pasar con su hijo.

Su reina por obligacion /LIBRO 1) COMPLETAWhere stories live. Discover now