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Elizabeth agradeció que los dos siguientes días, él rey no cambió su comportamiento con ella y continuó igual de interesado de pasar tiempo juntos, ya que siguieron durmiendo en la misma cama y manteniendo relaciones intensas y ardientes, que la dejaban a ella exhausta y feliz entre sus brazos, en la madrugada. Elizabeth en ese momento, se encontraba en el carruaje con el causante de sus pensamientos: su esposo, quien frente a ella iba tan bello como siempre, con un levita negro con botones de oro, pantalón oscuro a juego y cabello en semi-recogido, llevando tambien la corona real en su cabeza, nada parecido al hombre desnudo que había tenido anoche entre sus piernas, con la melena larga suelta, donde ella había enterrado sus dedos, mientras él le enterraba todo su grosor. Ambos acababan de salir del palacio e iban por calles de Baulgrana, ya que se dirigían de viaje a su coto de caza, con una caravana de más carruajes atrás, donde le seguían la reina madre, junto a sus damas de compañía; la familia real de Ganah más atrás y otros carruajes donde venían consejeros y sirvientes de ambos reyes. Elizabeth nunca se esperó que la gente del pueblo se emperezara a arremolinar en las calles, coreando: Dios salve a la reina, mientras ellos pasaban, entonces miró a su esposo como buscando que le diese una explicación del porqué hacían eso y él dijo:

—Es normal que los harapientos te adoren. Piensan que ahora soy más flexible con ellos, gracias a ti.

—¿Y no es cierto acaso? —entornó los ojos Elizabeth, recordando que ella se le había ofrecido para que bajara los impuestos a esas humildes personas, hecho que había dado inicio a todo, quedando ahora tan cercanos que hasta iban a tener un hijo.

—Sí es cierto, querida; así que basta de charlas y sigue cumpliendo tu deber por el bien de ellos—dijo él con una sonrisa traviesa, cerrando las ventanas para luego arrodillarse ante ella y empezar a chuparle la feminidad, tarea que realizó cuando le subió las faldas y le quitó las enaguas; piezas que le estorbaban. Elizabeth los siguientes minutos se debatió entre dos emociones: la vergüenza por estar recibiendo esta atención pecaminosa cerca del cochero y mucha gente fuera y excitación por las caricias infames de la lengua del rey. Al final su segunda emoción se le impuso a la primera, porque cuando el rey la sostuvo bien de los muslos y le cubrió todo su vértice con la boca para chuparla y rasparla con su incipiente barba, no supo de sí, gritó, sintiendo que se iba a desmayar de tanto gozo. El rey por su parte, se bebió su éxtasis y antes que ella pudiese hacer nada, ya la sentaba sobre él, haciéndolo montarlo. Ella, con las piernas flexionadas, una cada a lado, sobre el asiento del carruaje, bajó en torno a su dureza, con el agarrándole la cintura para llevarle el ritmo. Su elegante vestido rosado, empezó a ser estrujado por las manos de él en la cintura, mientras ella se engullía cada centímetro de su grueso pene, mismo que ya le había provocado para ese momento, teniendola empalada y sometida, olvidar totalmente como era que se sentía tener vergüenza, porque incluso cuando el rey corrió un poco la cortina, solo sacando la cabeza él y empezó a mirar, él hecho le creó en ella más excitación, que pánico a ser vistos.

—Si los harapientos supieran como es que convences a tu rey para que sea bueno con ellos. le dijo él, sin dejar de moverla, mientras Elizabeth se atrevía a darle besitos en el cuello, provocando que él vibrara y se pusiese tan tenso, que sacó la cara de la cortina, volviendo a mirarla con sus ojos azules, pareciendo llenos de humo, empañados por el deseo.

—Le confieso que esto, no es un sacrificio para mí. —susurró ella, repartiéndole mas besos en la mejilla al rey, que lo hicieron agarrarla tras la nunca y besarla, enterrándole la lengua fieramente. Elizabeth soltó un gemido por la sorpresa y por instinto siguió dejando que su cuerpo oscilara frenéticamente, entre las caderas del rey, buscando desesperadamente su liberación, mientras lo hundía en ella.

Ocurrió.

Ocurrió cuando el carruaje saltó, por quizá una rueda tropezar con alguna roca, provocando que el rey brincara por la inestabilidad y se le enterrara hasta lo más profundo de ella, haciéndole abrir mucho los ojos, ya que sintió su gorda punta tocarle la matriz. Entonces ante esto, ella gritó en respuesta derramándose en torno al miembro de él, mismo quien explotó unos segundos más tarde dentro de ella, corriendo despues mezclados los fluidos de ambos, por el pantalón del rey. Elizabeth lo abrazó fuerte, soportando los estremecimientos, mientras William, por su parte apretaba los dientes, sintiendo como su verga escupía lagos y lagos de esperma, misma que ya no era necesaria porque ya la tenía embarazada. Su heredero ya moraba en el vientre de Elizabeth, creciendo, pensó William más tarde en letargo, disfrutando de tenerla abrazada a él. Deseaba tanto a esa mujer, que cuando en la tarde llegaron y pasaron por toda la parafernalia de ser recibidos por los sirvientes y algunos invitados de la corte que ya habían llegado, a su castillo de campo, estilo neoclásico, construido en 1500; William no esperó mucho, para volver a meterla a una habitación, que ya le tenían preparada a ella. Esta tenía una cama entarimada con doseles y allí volvió a degustarse la dulzura del coño de Elizabeth, quedando al final todas las sabanas enmarañadas, además de sus cuerpos desnudos y sudorosos, mientras la estancia desprendía un olor almizclado por el apareamiento que acababa de suceder en esa cama. Elizabeth volvió a dormirse sobre el pecho desnudo de su esposo, ensombrecido de vellos dorados, despertando en la tarde, cuando las criadas entraron al cuarto y el rey no estaba allí. Ella se asustó de que las jóvenes la viesen desnuda, pero al parecer, antes de salir, el rey le había puesto un camisón, que escondían las marcas de su cuerpo mordido y masacrado del más puro placer, pero bueno, no pudo esconder para siempre su pecado, porque las jóvenes tuvieron que ayudarla a bañar y vestir para los deberes reales que debía cumplir aquella noche, que incluían cena y baile; tarea que hicieron las chicas entre risas traviesas, viéndose muy enteradas de lo que había pasado allí antes de que llegasen. Las criadas la ataviaron con un vestido azul, de escote cuadrado, además la empolvaron, pusieron color a sus labios y le pusieron costosas joyas. La reina madre entró cuando le ponían la corona y unos largos pendientes. Su suegra tambien iba esplendida, ataviada con un vestido rojo, que realzaba su belleza rubia y le hacía brillar aquellos ojos azules, tan hermosos como los de su hijo.

Su reina por obligacion /LIBRO 1) COMPLETAWhere stories live. Discover now