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William fingía aburrimiento aquella mañana en particular en que había acompañado a su madre y a Elizabeth a otro convento, a las afueras de la ciudad, donde ambas reinas se habían enterado que había muchas personas refugiadas, provenientes de una aldea cercana que había sido atacada y quemada hacia unos días y así que las dos, preocupadas habían venido con víveres, ropas y dinero para dárselo a las religiosas para que los distribuyeran con los desafortunados; pero en realidad William no estaba para nada aburrido, sino más bien consternado, porque había algunos niños muy heridos que les había tocado dormir en el piso, con sus padres, porque no había camas suficientes en ese lugar, según pudieron ver al llegar, cuando las monjas le dieron el recorrido de las instalación a él, su madre, Elizabeth y sus guardias. William jamás iba aceptar que sentía vergüenza de que en el pasado hubiese enviado usureros a otras aldeas a quemar chozas, ya que eso significaba que esas personas pudieron quedar como estas, que trataban en ese momento de no pensar en su desgracia, reunidos en el patio trasero de la edificación, agradeciéndoles a Elizabeth y a su madre, el gesto. William se encontraba un poco alejado, tras una pilastra de la edificación, esperando a que las reinas terminaran la obra de caridad para que se regresaran, pero se puso tenso de repente al observar a su madre cargar a un niño flaco y desgarbado que metió las piernecitas llenas de cicatrices, entre su cintura, mientras ella le daba un beso y luego le sonreía. No supo cuánto tiempo miró congelado la escena, ya que ese niño tenía aproximadamente la edad que él tenía cuando se lo llevaron. Entonces recordó todo de golpe; sus pataletas para escapar de los guardias de su padre, los gritos de su madre, tratando de evitar que se lo arrancaran de sus brazos. Él antes que entraran a buscarlo había estado con ella, haciendo sus deberes y habían quedado de pasear en la tarde por el bosque, como hacían siempre, pero ya luego de eso nunca nada volvió a ser igual. Se le hizo un nudo en la garganta y se sintió vulnerable al darse cuenta que Elizabeth lo estaba mirando, fijamente desde una distancia, dándose cuenta que él se había alterado al ver a su madre y al niño. Maldición, ¿por qué estaba pasando estos episodios de debilidad?, se preguntó, teniendo que llevarse las manos a la cara, cuestión que alertó a su jefe de seguridad, quien le preguntó que le ocurría, pero él le hizo un gesto vago con la mano y se metió al convento para más tarde sentarse en un banco de madera de un pasillo y tratar de calmarse, Elizabeth apareció despues. Esa mañana iba elegantemente ataviada con un hermoso vestido lila y una mullida capa de piel, ropas que él había deseado arrancarle para gozarse su cuerpo, desde que habían salido del palacio.

—¿Qué ocurre, su majestad? —preguntó ella, sentandose a su lado—¿Tuvo algún mareo relacionado con los golpes que ha recibido en la cabeza?

—No me pasa nada—le dijo él, distante porque en ese momento no quería hablar con nadie, menos con ella, la causante de que últimamente se estuviese comportando anormal.

Elizabeth pareció meditar si decía o no las siguientes palabras, al final por fin diciéndolas.

—Noté que se puso nervioso al ver a su madre con el pequeño que cargaba ¿Por qué, su majestad?

William apretó los dientes, no gustándole para nada que se hubiese dado cuenta de lo que le ocurría.

—Eres algo entrometida, querida mía. —le dijo con su habitual tono burlón, queriendo enmascarar la verdadera emoción que lo dominaba en ese instante.

—Mire solo noté que no estaba bien y quise ver en que ayudaba; disculpe si lo incomodé, me retiro —se arrepintió Elizabeth de mostrarle su preocupación, cuando era un hombre que no se la merecía. —Volveré al patio—agregó levantándose, pero antes que se fuera William le agarró la mano, haciéndola soltar un jadeo porque luego él se levantó y la pegó a su poderoso pecho, en el que ella dormía mucho últimamente.

—No tan rápido, esposa—le susurró él, muy pegado a su boca.

—De...bo volver—dijo ella tensa por estar muy expuestos y que él quisiese hacer algo indebido.

—Vi que estás entusiasmada con los bebes de esas mujeres—dijo él malévolo, pegándola a él para hacerle sentir su dureza—Si quieres yo puedo hacerte bebés propios.

—Su majestad, ¿qué dice? este lugar es sagrado...—se indignó Elizabeth, temerosa de que apareciera alguien.

William sonrió ante su azoro y paseó la mirada, a través del iluminado pasillo por la mañana soleada, dándose cuenta que había una puertecita de pesada madera al final del mismo.

—Pues yo quiero aquí, querida esposa. No aguanto llegar al palacio para cogerte—le dijo, tirando de su mano—Así que vayamos a esa estancia del fondo y ocúpate de pagar toda mi buena generosidad con los más necesitados.

Elizabeth quiso negarse, pero no lo hizo porque en realidad tenía el cuerpo ardiendo de deseo por él, así que fue con él donde quería y en los minutos el rey entraba en ella con una fuerza feroz, teniéndola contra la puerta de aquel cuartito, que había resultado un depósito de cuestiones de limpieza, con algunas telarañas. Lo opresivo del espacio la excitó más, por eso atrajo a su majestad con desesperación para obligarlo a darle rudos empujes, entre sus piernas. Se sentía impresionada consigo misma de estar más preocupada por engullir cada tramo de aquella dureza que la empleaba, que de que de no permitir gemir para que pudiesen descubrirlos las hermanas, profanando su convento, su templo de oración. William por su parte, en cada embestida, los demonios que tenía encerrados bajo llave, se hicieron notar, recordó mas detalles de ese día en que se lo llevaron. Finalmente lo arrancaron de los brazos de su madre y lo subieron a un carruaje de mala manera. Él iba angustiado, pero guardaba la esperanza que en unos días pudiese volver al palacio; no volvió en mucho tiempo. Sufrió lo indecible por el bien de la delicada corona que ahora mismo soportaba su cabeza. Maldita sea, pensó besando a Elizabeth, como jamás había besado a otra mujer, con suma adoración. Entonces sus miradas se encontraron de un momento a otro y ella preguntó:

—¿Está llorando?

William se sintió violento ante la pregunta. Él nunca lloraba, un hombre como él jamás hacía cosa tan vergonzosa, pensó moviendo sus caderas con mas rapidez para que ella olvidase lo que le había preguntado, haciéndola gemir, echando la cabeza atrás sobre la puerta, luego estalló al mismo tiempo que ella, quedando con su frente pegada a la de ella, esperando recuperar el pulso. Cuando se relajaron y recuperaron la respiración, no quiso que ella le tocara la mejilla cuando intentó hacerlo, en cambio le dijo:

—Siempre tan efectiva, dando buenos revolcones, esposa.

Ella solo lo miró con pena, porque salían de él más y más lágrimas, no pudiendo evitarlo.

—Quizá si me contara que le ocurre...—lo instó, pero él rey solo se rio, como dando a entender que eso era una ridiculez y salió de la estancia, luego de haberse arreglado la casaca verde tallada en oro y el cabello, para volver a ser un elegante caballero, no el salvaje con que acababa de copular. Elizabeth quiso entender que le ocurría, saliendo tambien para volver con los demás. En la tarde, de camino a casa, donde iban con la reina madre, el rey volvió a ser el hombre frio e imperturbable de siempre, pero Elizabeth que lo había visto tan afectado, sabía que seguía mal, mas porque cuando llegaron él se retiró a su alcoba y pidió no ser molestado, tampoco acercándose a su cama, algo poco habitual en él, porque los últimos días él casi la visitaba todas las noches. Elizabeth volvió a sentirse preocupada. Algo impresiónate, cuando antes había aborrecido a ese hombre con toda su alma y con los días que continuaron su preocupación se acrecentó, porque el rey no volvió a buscarla. A Elizabeth le avergonzaba aceptar que este hecho la tenía a punto de arrancarse los cabellos, porque se había acostumbrado a ser suya y echaba en falta estar con él. Semejante locura.

Su reina por obligacion /LIBRO 1) COMPLETAWhere stories live. Discover now