CAPITULO VII: Juntas

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Faltaba poco para el amanecer cuando Amaya avanzaba a toda velocidad por la interestatal rumbo al oeste de la sierra costera. Al salir de La Orden se arriesgó tomando del tendedero de una casa un abrigo con capucha y una motocicleta aparcada en la calle de una ciudad cercana a la organización. Por suerte no se encontró con ningún cazador.

Mientras estuvo atada a esa camilla, en sus pocos instantes de lucidez, pensó que jamás saldría de allí. Muchas veces, en ese terrible laboratorio deseó la muerte, fantaseó con ella, con entregarse a la inconsciencia de la nada y llegar al final de su sufrimiento. Sabía que la doctora Auberbach no se apiadaría de ella, pero aun así soñó con que fallara alguno de sus experimentos y su corazón dejara de latir.

Pero entonces se enteró de la existencia del pequeño bebé en la incubadora, atrapado como una vez lo estuvo Hatsú. Imaginó su destino y tomó la decisión de vivir para salvarlo a él del sufrimiento.

Al recordarlo, varias lágrimas fueron barridas de su cara por el viento. Nunca le pasó por la mente que pudiera estar embarazada. ¿No se suponía que los vampiros eran estériles? Aunque ella era la prueba de que eso no era del todo cierto.

¡Un bebé, suyo y de Ryu!

¡Su último recuerdo, muerto igual que él!

Suspiró con fuerza y continuó avanzando por la autopista que se extendía delante de ella. Ya no tenía caso continuar lamentándose de sus pérdidas.

La madrugada estaba bastante fría. A pesar del abrigo sentía la piel casi congelada. Las luces de la autopista que, a pesar de la hora tenía algo de tráfico, sobre todo camiones con pesadas cargas, la mantenían despierta.

Pensó en su siguiente destino: la sierra costera. Por primera vez estaría frente a Hatsú sabiendo de su parentesco. No conocía a la chica más que de vista, no tenía idea de cómo era su personalidad y por supuesto, no sabía cómo la recibiría, ¿le temería? Un escalofrío recorrió su espalda al recordar a los supravampiros. ¿Ella sería igual, un monstruo?

Se dio cuenta que cometía el mismo error que con Ryu: juzgarla antes de conocerla. Si Karan la envió con ella, tenía que ser que confiaba en la chica, además, era la única opción que tenía. No volvería con Branson, por mucho que su amigo tratara de convencerla, no confiaba en el doctor.

El sol brillaba tímido cuando llegó al pueblo de la sierra donde el cazador le dijo que se ocultaba su hermana.

Avanzó por la avenida principal a media marcha y siguió subiendo como él le indicara, hasta llegar a un mirador en la montaña. Aparcó la motocicleta y miró desde allí el mar abajo en la distancia. El límpido azul del océano parecía continuarse con el cielo. Suspiró paladeando la calma que la vista le ofrecía y sintió todo el dolor de su alma igual que el mar: inmenso.

El frágil dique que lo mantenía a raya se rompió, el dolor salió impetuoso, ahogándola, tomándola por sorpresa y sin que ella pudiera hacer nada para detenerlo. Tomó los dijes que colgaban de su cuello en sus manos y abrió la boca desesperada, tratando de respirar. Quiso gritar y la voz se le deshizo, impotente de expresar tanta pena. Las piernas le flaquearon, cayó de rodillas sintiendo como las pocas lágrimas que hasta ahora derramó se convirtieron en ríos incontenibles. Las náuseas le llenaron la garganta de un líquido amargo, que subió para quemarla como lenguas de fuego hasta dejarla hecha ceniza.

Lloró amargamente por todo lo que había perdido hasta que no quedó nada.

Estaba vacía.

Pero todavía no podía descansar, por más que anhelara cerrar los ojos y ya no sentir, tenía que continuar. Le encontró una utilidad a su sufrimiento, ese sería su motor de ahora en adelante para seguir. No olvidaría lo que hicieron con ella, con Hatsú, con todos sus compañeros y con su bebé. La Orden no ganaría, ella no desistiría hasta hallar la forma de destruir la organización.

La noche oscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora