CAPITULO XII: Reunión clandestina

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 Amaya, en el ala norte, sentada en el borde del techo que daba al estacionamiento, miraba al vacío. Otra vez no podía dormir. No dejaba de pensar y recordar. Su corazón le atormentaba, su mente la interpelaba, no le daba tregua acusándola de traidora, de débil, de dejarse fascinar por el misterio y el peligro que irradiaba el príncipe. Quizás era cierto todo lo que había dicho Adriana y ella era una traidora, al menos su corazón lo era.

Todos los días sin descanso la misma lucha consigo misma. No lograba librarse de él. Jamás le pasó nada similar con ningún otro vampiro. ¿Cómo podía anhelar a quien debía destruir? La seducción vampírica que él ejercía en ella era tan fuerte que, todavía después de estar alejados, persistía. ¿Se debía acaso a su gran poder? Se estremeció al pensar que quizás la causa era algo más, diferente al influjo que su poder ejercía.

Estaba enferma. Él la había contaminado. Igual a un veneno que de a poco se introduce en el organismo y día a día lo va mermando hasta destruirlo sin poder encontrar la cura.

Se tornó asidua a sentarse en la orilla del precipicio, a veces fantaseando con dejarse simplemente caer y acabar con todo, con la confusión, con la lucha, con la debilidad de su alma y por sobre todo con el anhelo que no la abandonaba desde que se separó de él.

Un ruido de pasos la sacó de sus luctuosas cavilaciones. En esa noche sin luna, sus ojos como los de los felinos, enfocaron con total claridad al general Fabio acompañado de su guardia personal. Iban caminando a prisa y con sigilo para detenerse justo debajo de donde ella estaba sentada y a los pocos minutos, uno de los autos negros blindados se detuvo frente a ellos, uno de los que usaban cuando había alguna reunión importante.

Sin embargo, era de madrugada para pensar que el general iría a alguna reunión, al menos no una oficial. Su actitud parecía indicar que iba de incognito y no deseaba ser visto. Al recordar lo que le había dicho Phill varios días atrás, que el general salía a escondidas a reuniones clandestinas, Amaya, llevada por la curiosidad decidió seguirlos.

Cautelosa caminó por la orilla del techo cuidando de no resbalar. Saltó con la agilidad de un gato hasta el balcón del tercer piso que se encontraba varios metros más abajo. Luego se deslizó por la tubería externa que corría pegada a la pared y cayó en el techo del segundo piso.

El auto del general ya había arrancado cuando Amaya les infringió rapidez a sus movimientos. En dos saltos imposibles se encontró en el suelo, corriendo a toda velocidad hacia el estacionamiento para tomar una de las motocicletas y seguirlos.

La Orden se encontraba en un área apartada de la ciudad, por lo que la carretera que la circundaba era poco transitada y a esa hora de la madrugada se hallaba desierta. A pesar de que Amaya seguía al general a gran distancia para evitar ser descubierta, podía ver con nitidez el auto muchos metros adelante y cuando dejaba de verlo, aún podía escuchar el motor. Sus sentidos eran extraordinarios e incluso parecían más agudos que antes, quizás se debía a lo que le dijo el doctor durante su chequeo: que su cuerpo había alcanzado la madurez y con ella la plenitud de sus habilidades mejoradas.

Sintió cuando el motor del auto se detuvo mucho más adelante en una explanada, a un lado de la carretera. Ella se introdujo en el bosque circundante para que no notaran su presencia. Avanzó entre la vegetación cuidando de no hacer ruido hasta estar a una distancia prudente del auto, una que le permitiera escuchar sin ser vista. Subió a uno de los árboles y desde allí se dispuso a espiar.

El general Fabio usaba un grueso abrigo negro y a su lado, el coronel Vladimir también exhibía el mismo atuendo. Los cazadores que componían la guardia personal del general, rodeaban el auto, atentos, escudriñando la oscuridad.

Del otro extremo de la carretera comenzaron a acercarse un par de luces pertenecientes a un elegante auto negro. Cuando estuvo lo bastante cerca, un hombre bajó de él. Era alto, de cuerpo esbelto y cabello castaño claro bien cuidado. De unos cuarenta años, tenía un rostro de facciones delicadas que le daban un aire inocente y aniñado. Los ojos color miel brillaban en la noche con intensidad. Amaya nunca antes lo había visto.

—¿Y bien?, tu dirás.

Los ojos fríos del coronel se posaron en el recién llegado y lo veían con expresión neutra.

—El ministro Oderbrech no está satisfecho— comenzó a decir el recién llegado—. Hemos invertido mucho en ustedes, financiando sus experimentos y sus armas y no hemos obtenido nuestra parte del trato.

—Acepto que las cosas no han salido del todo como esperábamos— Se justificó el coronel—, aunque el ministro debe tener en cuenta que nos estamos enfrentando con uno de los tres príncipes, que su poder es enorme y sus alianzas en el gobierno extensas. El mismo ministro mantiene negocios con los vampiros.

El hombre arrugó el ceño y contestó rápidamente con voz enojada:

—Cuidado con lo que dice coronel. La posición del ministro en torno a la influencia vampírica en el gobierno siempre ha sido firme. Es su más grande opositor.

El coronel blanqueó los ojos, para Amaya fue evidente que no estaba de acuerdo con la afirmación del hombre, sin embargo, no la refutó.

—De cualquier modo —intervino el general con una actitud conciliadora—, hemos obtenido una gran victoria al acabar con Octavio. Él era un fuerte aliado, militarmente hablando, del príncipe. Además, de buena fuente sabemos que muchos de los líderes de clanes menores no están de acuerdo con su gobierno. Usaremos eso a nuestro favor.

—El ministro no está de acuerdo con alianzas con vampiros, podrían ser contraproducentes. ¿Qué pasó con las armas en las que tanto hemos invertido?

—Están en período de prueba —contestó el coronel visiblemente molesto—. Antes de usarlas debemos probarlas y asegurarnos que no fallaran.

—¡Pues dense prisa con sus pruebas! —exclamó displicente el hombre con un ademán de su mano— No podemos seguir esperando. Al ritmo que vamos muy pronto el príncipe no gobernará solo a los vampiros, sino también a los mortales si es que ya no lo hace. El ministro desea eliminarlo cuanto antes y luego a los otros dos príncipes. No podemos dejar que junten fuerzas contra nosotros.

El hombre enviado del ministro hizo una pausa antes de continuar:

—El resto de los experimentos, ¿cómo avanzan? ¿Ha conseguido algo el doctor Branson en sus pruebas de regeneración celular y detención del envejecimiento?

—Hay buenas noticias. Pronto el ministro podrá experimentar en carne propia la inmortalidad —dijo el general con una sonrisa.

Amaya casi se cae del árbol al escuchar aquello.

«¿Inmortalidad? ¿El ministro quiere ser inmortal? Y La Orden lo está ayudando a conseguirlo».

Los hombres acordaron reunirse en unas semanas para discutir los avances que hicieran, dando por terminada la reunión.

La cazadora aguardó un buen rato a que los autos se perdieran en la oscuridad para descender del árbol. Amaya arrancó la motocicleta. Llena de determinación, se propuso averiguar cuál era el verdadero papel de La Orden en la guerra entre humanos y vampiros y que era lo que le había prometido a ese político. 

 

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La noche oscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora