Capitulo XXVIII: Desesperación.

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Mientras salía del boscaje, Hatsú evocó el aura solitaria de su infancia, esa que por más que trataba, no podía alejar y que la recubría como una segunda piel.

Sus recuerdos la transportaron a aquella casa blanca en Granada, un barrio de clase media alta en Pries, la capital de Aiskia, rodeada de arbustos con blancas florecitas pequeñas, dulcemente perfumadas. Volvió a sentir el aroma que la sedujo de niña, cuando jugaba en el jardín trasero por las mañanas, antes de que el sol calentara demasiado en épocas de verano abrasador. A sus ojos acudió también el recuerdo brumoso de rejas, sistemas de alarmas y enormes cazadores armados custodiando su casa.

Pero lo que prevalecía en su memoria de aquel tiempo, era el recuerdo de la ventana de su cuarto y la vida que se desenvolvía en el exterior, al otro lado de esas rejas. En aquella época tenía el hábito de observar a los niños jugar sobre bicicletas y patines; compartía con ellos detrás de su ventana sin que lo supieran, sus risas escandalosas.

Hatsú tenía el secreto anhelo de pedirle a su padre una bicicleta, pero no sé atrevía. No eran solo las rejas en su ventana o los cazadores que cuidaban su casa lo que le decía que no la dejarían jugar afuera. Ella tenía la sensación de que era diferente a esos niños y el temor al rechazo era más efectivo incluso que los barrotes en mantenerla dentro de la seguridad de su habitación.

Sin embargo, la señora Alicia, su nana, una mujer de mediana edad, muy dulce; trataba de hacerla feliz la mayor parte del tiempo. La señora parecía ver a través de ella el enorme vacío que la colmaba, la infelicidad que anidaba en sus ojos azules.

Por las tardes, fuertemente custodiada, la llevaba al parque que estaba a varias calles de su casa, Hatsú siempre sospechó que esa era la única manera que la nana tenía de ofrecerle algo de normalidad. En esas ocasiones ella sonreía, dejaba guardado el miedo al rechazo en su cuarto y se aventuraba a hablar con otros niños.

Había una niña en particular con la que frecuentemente jugaba porque casi siempre que la señora Alicia la llevaba al parque, ella estaba allí.

La niña se llamaba Nicole y era más o menos de su misma edad. Tenía también el pelo oscuro y como ella, era delgada y bajita, se parecían bastante, al menos físicamente, aunque no en su manera de ser porque Hatsú siempre creyó que Nicole era sorprendente.

Se montaba en el tobogán más alto del parque y se lanzaba con una risa estrafalaria, alentándola a que la siguiera en su osadía, y ella, feliz, lo hacía. En esos momentos se olvidaba de su timidez, le parecía que podía hacer cualquier cosa, que al fin encajaba. Corrían y reían juntas, o si no, se columpiaban hasta casi tocar el cielo mientras la señora Alicia desde el banco del parque la miraba con una sonrisa.

A veces, simplemente se sentaban en la grama a hablar. Recordó la vez en que le preguntó a Nicole si tenía mamá.

—Claro que tengo mamá, todos tienen mamá —le había dicho la niña jugando con una ramita.

Hatsú la miró por un momento. No todo mundo tenía mamá, ella no tenía, pero no quiso decírselo, en lugar de eso le preguntó:

—¿Y cómo es ella?

—¿Quién?

—Tú mamá, ¿cómo es?

Nicole se encogió de hombros antes de contestar.

—Pues...como todas las mamás, regañona —Y se rio con su risa de mar embravecido—. Pero a veces me hace galletas y cuando no está ocupada vemos tele. Me gusta mucho también cuando me abraza.

—Y tu papá, ¿también te abraza?

A Hatsú le pareció que el rostro de Nicole se ensombreció.

La noche oscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora