2. Martes 13

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El último lunes de noviembre me senté largando un fuerte suspiro que atrajo miradas a mi persona por exactamente dos segundos. Hasta el sábado no terminábamos las clases pero no entendía muy bien a qué íbamos. Ya habíamos terminado los exámenes y los trabajos, sólo quedaba ir a charlar con los profesores y compañeros de cómo habían sido esos cinco años allí; a mí no me gustaba eso, pero debía cuidar mis faltas, tenía muchas y no podía arruinarlo la última semana.

En el recreo de las once fui a comprar al quiosco del colegio mi habitual carga de golosinas. No me gustaban el desayuno que servían y el hombre del quiosco ya me esperaba con mi jugo, mi alfajor y los cuatro caramelos del vuelto, algo que sólo podía permitirme por el momento dado que mi metabolismo aún era bueno y no había ganado peso, pero de hacerlo lo dejaría de inmediato, no necesitaba vicios innecesarios que me alejaran del punto número 4 de mi lista: Conseguir un novio.

Le pagué regalándole también una sonrisa y me fui a sentar a una escalera alejada de la multitud que toma su té con leche y come el pan con dulce. Había encontrado ese lugar tranquilo unas semanas después de haber ingresado, claro que había gente que ya lo conocía y se ubicaba más arriba en los escalones o en el final de ellos donde siempre iban unas parejitas a besuquearse. Era preferible eso que el griterío de los demás muchachos en el patio central.

En la escalera, arriba de donde yo me encontraba, siempre iba este chico Lautaro y otros cuatro muchachos más, de grados inferiores. Así eran las amistades en ese lugar, era una ciudad tan pequeña que los muchachos se agrupaban por barrios y no por afinidad, así que a Lautaro le tocaba quedarse con esos mocosos; insoportables e idiotas. Quizás si él no estuviera con ellos yo podría haberme obligado a enamorarme de él, sacando lo de idiota, no parecía un muchacho feo. Pero no, allí estaba otra vez, pasando por mi lado tras los cuatro púberes, sin siquiera notarme.

Uno de ellos apoyó su mano en mi espalda y me giré a verlo de mala manera. Era el pequeño niño parlante; no pasaba de 17 años, era alto, ojos grises y cabello oscuro. Parecía ser el líder del grupo, un idiota proyecto de imbécil que siempre estaba contando sus hazañas.

—Lo lamento, casi me caigo —dijo sin dejar de avanzar y a penas dedicándome una mezquina mirada. Las manos de Lautaro se apresuraron a la espalda del  idiota y lo empujó con fuerzas.

—Te pasaste —largó en un susurro. Los ignoré y seguí con mi desayuno.

Cuando restaban cinco minutos para que termine el recreo, y luego de soportar a los estúpidos muchachitos riendo y cuchicheando, me paré para ir al baño.

Me acerqué al lavado con rapidez, no había nadie en el lugar y eso era un privilegio, siempre estaba lleno de chicas que no dejaban de hablar de tal o cual muchacho que ese día las hubiera saludo o siquiera mirado. Sus historias siempre eran una más estúpida que la otra... de verdad, podría escribir un libro de idioteces que había escuchado alguna vez en ese lugar. Podría titularlo: "Cleo y las historias de inodoro". 

Cuando levanté mis ojos a mi reflejo para poder acomodar un poco mi cabello entendí el porqué de las risas de los estúpidos de la escalera. Generalmente no hablaban en susurros  como ese día, pero claro, ahora era distinto porque habían pegado un chicle en mi pelo. En el medio de él. 

Supiré con fuerza y puse una coleta en él. No trataría de sacarlo, de todas maneras estaba realmente embarrado y no haría más que empeorarlo. Hago un rodete alrededor del chicle para taparlo y llego a clase justo a tiempo para que el profesor pase lista.

Sin Planes Ni RecetasWhere stories live. Discover now