Sonreí.

—Gracias... —

Me dirigí hacia mis calzados y busqué algo bonito, pero luego dudé.

—¿Crees que esto es demasiado? —Tomé los tacones. —¿Puedes describirme el lugar por favor? —Él enarcó una ceja. —No quiero resaltar.

—Bueno... —Pensó. —La construcción estética del lugar no es como el instituto que ibas, los alumnos son chicos normales de clases sociales bajas y medias, no hay distinción por economía, no hay bolsos caros ni tacones negros que cuestan un salario mínimo...

Abrí la boca, pero nada más salió de mí.

—Eso. —Señaló lo que tenía en mis manos —Es demasiado. —Sonrió, con diversión.

Miré nuevamente mi closet. Tomé unas botas negras caña baja y volví a él.

—¿Éstas? —Le pregunté, él quiso reír, pero terminó asintiendo.

—¿Cómo te sientes? Te veo dispuesta a encajar...

—¿Acaso estás discriminándome? Por supuesto encajaré. —Él rió abiertamente negando. —Estoy ansiosa.

—Pero resaltarás mucho, comienza a hacerte la idea.

Lo miré seria.

Me miré al espejo.

—No tengo puesto nada que me haga resaltar, nada. —Me quejé. —¿El uniforme acaso no es un neutralizador de clases sociales que no hace diferencias con nadie? Estaremos todos iguales. —Él me miró con una sonrisa unos instantes.

—No te diré nada más. Averiguarás y comprobarás todo por ti misma.

Intentando mantener el equilibrio comencé a ponérmelas, pero fue un intento fallido, caí de culo al suelo, las carcajadas de Harry no tardaron en llegar.

—Es parte de la rutina, Harry. —Resoplé.

Busqué una chaqueta negra y me la puse. —¡Estoy lista! —Volteé finalmente hacia él.

—Nena... —Él mordió su labio.

—¿Y ahora qué?

—¿Me dejas mirar tu closet?

—Por supuesto. —Asentí, indicándole que pasara.

Lo seguí. Lo vi rebuscar entre abrigos, tapados, chaquetas, sacos, blazers, luego volteó, me di cuenta que reía en silencio. Se acercó, tomó mis mejillas y me dio un gran beso.

—Así estás perfecta, olvídate. —

—Harry. —Me quejé

—Faltan cinco minutos. Creo que has cumplido un récord. —

Lo miré asombrada.

—¿De verdad? —Miré su reloj.

—Pero no desayunaste.

—¡Hice en quince minutos lo que suelo hacer en una hora! —Era increíble. Él me miró severamente. —No desayuno siempre en las mañanas, Pierce, acéptalo.

—Te vi desayunar con tu madre. —Abrió la puerta, para que saliéramos. Tomé mi mochila y la llevé a mi hombro.

—Porque estás tú y conocemos tu discurso del desayuno. —Él soltó una risa, negando. —Además, ¿ves a mamá aquí?

—No, pero estoy yo. —

Cuando salimos de casa cerré correctamente con llave la puerta y pronto nos apresuramos en llegar hacia su auto. Antes de irme me aseguré que el sistema de seguridad quedara bien cerrado.

ARDER EN LIBERTADDonde viven las historias. Descúbrelo ahora