32.1. Di hasta luego a las buenas intenciones.

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Estaba pidiendo que me socorriesen a gritos con el propósito de engañarlo y de acabar con su miserable vida de una buena vez. Si fuese poseedor de buenos modales incluso me lo agradecería, pero carecía de ellos y estaba demasiado apegado a la chispa para dejarse ir. Lo detestaba más de lo que había detestado a nadie en toda mi existencia; su mera presencia hacía que mi ser estallase en llamas.

Le había seguido el rastro durante horas, aunque sin necesidad de hacerlo, tenía la certeza de que acabaría visitando la ciudad de los ángeles perdidos. Al fin y al cabo, no se le ocurriría otro sitio mejor donde buscar que no fuese mi antiguo hogar. Lo vi corriendo por calles empapadas de silencio y hundidas en la mayor soledad, desesperándose por no encontrar a quien buscaba, hasta pude ver, sólo por un instante, como su semblante transmitía pavor por cada poro de su piel. Hasta que llegó a mí, o más bien, hasta que llegó a él mismo.

El último golpe de gracia antes de liquidarlo había sido una ocurrencia magnífica y aunque me costaba creerlo, no había sido una idea mía. ¡Qué más daría quién lo había ideado! Lo importante es que muriese, aun antes de morir. O al menos, que presenciase su propia muerte.

Varios minutos después, encontró su cuerpo en el suelo, aunque no tuvo conocimiento de que era él hasta que decidió girarlo. La descomposición de sus facciones en una expresión similar a la confusión habría sido digna de ser fotografiada y eternizada. El regocijo interno que estaba sintiendo podría ser considerado cruel.

Según lo previsto, vio la gran herida que le atravesaba la cara, que yo misma me había encargado de hacer. El hielo hacía tanto daño como el fuego. Le debió hacer mucha gracia la situación, sentir como sufría, verlo al borde de un ataque de histeria, saber que nosotros teníamos el poder y no él; que empezó a reírse como pocas veces lo hacía. No era feliz, y ver la desolación de las personas, era lo poco que le daba la energía suficiente para no quitarse la vida.

No sin tiempo, el chico se percató de que él y su efímero doble moribundo no estaban solos. Se giró con lentitud, como si ya supiese de antemano quien se encontraba a su retaguardia.

—Roxy —murmuró con los ojos a punto de salirse de sus órbitas.

Me hacía gracia que me llamase así, con tanta dulzura, con tanto amor, por lo que me eché a reír. Era vomitivo.

—Sí, cielo.

—¿Desde cuando tienes al...? —balbució.
Alcé la mano para que se callara. Y lo hizo. Estaba tan confundido que no era capaz de actuar por su propia voluntad.

—¿Unas últimas palabras antes de morir, cariño? —Era una estupidez seguir retrasando lo inevitable—. Es todo tuyo.

Lo golpeó con la culata de su pistola. Una, otra y otra. Hasta que calló sin sentido en el pavimento, golpeándose de nuevo con el borde la acera. Llamas, como yo lo llamaba desde que nos habíamos conocido, recuperó su aspecto original, aunque todavía se podía distinguir una pequeña cicatriz que unos segundos ante había sido un enorme corte. Quitó el seguro de la pistola para rematarlo. Se relamió los labios de placer a la vez que llevaba su dedo índice hacia el gatillo. En tres, dos uno...

—Espera, ¡alto! —exclamé cuando una brillante idea, digna de mi persona, vino a mí—. ¿Sigue con vida?

Bufo disgustado. Durante unos segundos, le buscó el pulso en el cuello, al no encontrarlo, colocó su oído sobre su pecho. Un rato después, asintió con la cabeza.

—Sí jefa, su  bonachón corazoncillo de amor y bondad todavía late, aunque más débil de lo habitual, no resistirá mucho. Pero, ¿no puedo matarlo? Me lo prometiste —objetó señalando a Devian con la punta de la pistola.

Me encogí de hombros queriendo decir mala suerte.

—No, tengo otros planes para él.

 —¿Qué te traes entre manos? —preguntó imitando la sonrisa malévola que se había formado en mis labios.

—¿Cuál es el punto débil de los ángeles de hielo, Llamas?

—¿Que son muy estúpidos? —preguntó frotándose los cuatro pelos que se había dejado crecer en la perilla y que perjuraba que era barba.

—Ajá, y... —Hice un gesto con las manos para que prosiguiera.

Chasqueó los dedos.

—Que son demasiado humanos. —Su cara se transformó en asombro en estado puro al comprender lo que me traía entre manos—. ¡Vamos a modificarlo!

Mi sonrisa se amplió, lo que dio a entender que había dado en el clavo.

—Llévalo al coche, ya voy ahora —ordené.

Me sentaba bien volar, aunque sólo fuesen unos segundos. Eran unos segundos de libertad que nadie podría arrebatarme. Unos segundos en los que nadie podría decidir por mí. Unos segundos en los que no tenía que concluir si algo estaba bien o estaba mal. Unos segundos en los que nada importaba. Sentir el viento acariciando mi cara, jugueteando con mi pelo, bailando con mis alas, era una sensación muy agradable como para resistirse a ella. Pero no debía durar en demasía porque era un instante de debilidad, suficiente para echarlo todo a pique. Y ya habíamos llegado muy lejos (demasiadas traiciones y abundantes sacrificios) para estropearlo ahora.

Volvía a pisar tierra, pero antes de irme de aquella ciudad, quería recuperar algo que necesitaba. Entré en mi antigua casa con el corazón en un puño. Eran muchos recuerdos que ya no tenían sentido. Rebusqué en todos los cajones hasta encontrar la fotografía. Parecíamos felices, ¿lo seríamos realmente? Y con esta pregunta, regresé al coche en el que Llamas estaría escuchando una vez más, su casete de música de los grandes éxitos de los 70.

—¿Todo bien, jefa? —preguntó tan pronto como me senté en el mugriento asiento del copiloto.

—Sí, todo bien —respondí apretando con fuerza la fotografía que llevaba escondida en el bolsillo de mi sudadera.

—Oye, una última pregunta y me callo —comenzó a hablar sin apartar la vista de la carretera—. ¿Qué es lo que vas hacer exactamente con este? —preguntó golpeando una pierna que sobresalía de la manta que tapaba a Devian.

—Se arrepentirá de quererme tanto.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora