1.2 Mudanzas.

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Otra vez, nos marchábamos de un lugar nuevo. Así que no me extrañé cuando al abrir la puerta de casa, encontré un montón de maletas y cajas enormes con palabras escritas de mala manera con un rotulador rojo permanente, el mismo que teníamos en un lapicero al lado derecho de la televisión de la cocina para apuntar la fecha de la comida que guardábamos en el congelador.

Dejé mis llaves sobre una pequeña mesa que había en la entrada. Nunca me había gustado aquella mesa, la odiaba, no sólo porque era muy sosa, de madera de castaño, sino porque cada vez que pasaba a su lado me acababa golpeando con una esquina.

Me dirigí a la cocina, que estaba al fondo de un enorme pasillo, que por cierto, cuando caminaba por él tenía en mente su similitud con una especie de corredor de la muerte. Era muy austero, sin apenas decoración. Sus paredes, que eran de color beige, similar a un color blanco que se había llenado de suciedad a lo largo de los años, tan solo portaban dos cuadros: uno de paisaje otoñal en el que se veía a una chica de espaldas, muy abrigada con un paraguas, caminando por un bosque con cientos de árboles los cuales comenzaban a cambiar de hojas; y el otro era un paisaje de invierno, para ser más exactos, era un glaciar con dos focas blancas encima. El suelo estaba cubierto por una moqueta de color gris perla. No había nada más.

Entré en la estancia y por primera vez, vi a mi madre con una expresión muy próxima a la preocupación. Estaba sentada, con una pierna sobre la otra, frente a una mesa con un mantel blanco con bordados de un color similar al oro. Se había empeñado en comprar aquel mantel excesivamente caro para una familia como nosotros, pero no descansó hasta conseguirlo.

Tenía la mirada perdida, miraba todo sin mirar nada. Sostenía una taza de café entre sus manos y por el color de estas, supe que estaba tan caliente que se estaba quemando.

Me percaté de que por sus sonrojadas mejillas no paraban de resbalar lágrimas, una tras otra que, o bien acababan sobre su preciadísimo mantel o bien acababan haciendo una nueva mezcla con el contenido de la taza.

Me aproximé a ella a paso ligero, para mirarla de cerca. Coloqué una de mis manos sobre su frente. Estaba ardiendo.

—¿Qué está pasando? —pregunté notando la inquietud en mi propia voz.

No obtuve ninguna respuesta. Seguía con la mirada perdida, no se había movido ni un milímetro. Estaba demasiado quieta para parecer humana y no hacía ni el menor ruido. No se observaba como su pecho se balanceaba fruto de la circulación de aire por sus pulmones. Parecía que estaba muerta.

Volví a repetir la pregunta y en esta ocasión reaccionó. Sorbió sonoramente el café de la taza para volver a la posición inicial. Después de varios segundos sin expresión en su rostro empezó a mover los labios para hablar, pero de su boca no salía ninguna voz. Carraspeó ligeramente y al fin consiguió articular palabra:

—Ve a tu cuarto, coge todas las cosas que quieras llevarte contigo. En menos de dos horas nos iremos.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora