10.2 Tercera planta.

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Introduje la combinación en el candado de mi taquilla. Cero a la derecha, tres a la izquierda, cuatro a la izquierda otra vez, nueve a la derecha y listo. Este se abrió, casi al instante. Por una vez, acerté la combinación a la primera, lo normal era que me pasara al menos diez minutos intentando abrirla; siempre encontraba alguna complicación. Busqué mi libro de matemáticas, tenía que estar en algún lado cerca de los otros libros. No lo encontraba por ninguna parte. Eso no me pasaría si tuviese la taquilla un poco más ordenada y no tuviese los apuntes de distintas asignaturas mezcladas con la ropa de deporte usada. Al fin, lo encontré en el medio de la carpeta en la que supuestamente tenía guardados los trabajos que tenía que entregar. Menudo desastre.

La campana que indicaba el inicio de las clases sonó. Me dirigí hacia el aula nueve, el aula de matemáticas, despacio. Lo que menos me apetecía era ponerme a hacer ejercicios de logaritmos, o quizás funciones. De todas formas, casi siempre era de las primeras personas en entrar en la clase aunque fuese con toda la calma del mundo. A nadie le gustaba mucho la asignatura y menos aun teniendo la profesora que teníamos. Tendría algo menos de treinta años, no debía alcanzar el metro sesenta, a pesar de que siempre llevaba unos tacones de infarto; casi todos los días llevaba los labios pintados de un rojo muy chillón, el pelo de un color similar al del trigo le llegaba por la mitad de la espalda, quizás un poco menos. Era muy guapa, lo que hacía que todos los chicos de clase, de vez en cuando los observasen extasiados. A pesar de eso, la odiaban a muerte; respondía de manera arisca cuando alguien le preguntaba, cuando alguien no sabía la respuesta a sus preguntas insinuaba que era un inútil, se irritaba fácilmente ante cualquier ruido a sus espaldas cuando escribía en la pizarra y castigaba a sus alumnos cuando le venía en gana. Desde el mismo instante que la había visto, no pude resistirme a compararla con una serpiente: cuanto más pequeña más letal.

A unos escasos metros de la entrada de la clase de matemáticas, una mano golpeó dos veces mi hombro. Me volteé, girando sobre mis pies. Hacía tiempo que no veía a aquel grupo de chicas. Otra vez, la rubia de ensueño, Katherine Reyes, encabezaba el grupo. Detrás de ella se situaban el resto de las chicas: la de los ojos exageradamente grandes, Joanne Meyer; Felicity Adams, el ojo derecho de Katherine; Jennifer Morgan, Peyton Parks y la más baja de todas, incluso diría que más que yo, Summer Jane.

Todas me miraban apenas sin pestañear, como si tuviese algo en la cara que mereciese la pena recordar a la perfección. Por un momento llegué a creer que sí tenía algo en la cara. Me estaba llevando la mano al rostro para comprobarlo cuando Katherine, con los ojos brillantes de maldad dijo:

—Ya nos hemos enterado de lo de amiguita, ya sabes…  —Se lamió el labio inferior pintado de un rosa fucsia casi fluorescente—. ¿Cómo es que se llama? —le preguntó a sus compañeras—. Ah, sí, Lisa —dijo mientras pestañeaba al menos diez veces antes de proseguir—: Ya sabemos que se ha intentado suicidar, todo el mundo lo sabe —concluyó con una sonrisa cínica.

Lisa no había intentado suicidarse, eso lo tenía claro. Pero a la gente le producía algún tipo de placer decir o pensar que sí lo había hecho por lo que de nada servía intentar convencerlos de lo contrario. Ellas habían sido las encargadas de difundir aquel estúpido rumor. Nos habían visto salir del baño a los tres: los chicos la llevaban agarrada por la cintura, mientras ella caminaba lo más rápido que podía, apoyada en los hombros de ellos dos y yo llevaba sus cosas. Ellas estaban a punto de entrar en el baño cuando nosotros habíamos salido. Se quedaron mirándonos sin expresión alguna en el rostro, pero pronto empezaron a sonreír con malicia, sobre todo Katherine.

La ignoré, le sonreí con la misma falsedad que lo estaba haciendo ella. Me disponía a entrar en clase cuando volvieron a hablar, esta vez Peyton:

—¿No te da vergüenza tener una amiga con impulsos suicidas? —preguntó mordiéndose una de sus uñas largas pintadas de negro, con una sonrisa traviesa—. Hay que reconocer que tienes unos amigos, si es que puede llamárseles así, que dan pena. En fin, encajas perfectamente con ellos.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora