11.2 Sus ojos.

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Caminé entre una multitud apestosa de adolescentes e ignorando las chicas que empezaban con su coqueteo diario, en busca de Roxy. La encontré ofuscada, intentando abrir el candado de su taquilla.

—Hola. —Saludé con la mano.

—Maldito candado —susurró para sí, antes de corresponder al saludo—. Hola —respondió sin levantar la vista del candado. Estaba claro que quería evitar el contacto con mi mirada.

—Me preguntaba si podrías ayudarme —comencé a decir, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros—. Hoy es el cumpleaños de Alban y todos los años solíamos hacerle una tarta. —Me apoyé contra la hilera de taquillas, sin quitarle el ojo de encima—. Nunca lo aceptará, pero sé que le encantan —dije sonriendo—. Bueno, el caso, es que creo que le gustará mucho el hecho de que la hagamos juntos —hice una breve pausa—. ¿Me ayudarás? —pregunté poniendo cara de cachorro abandonado.

—Sí, sí, lo que tú quieras. —Le dio un golpe a la taquilla, enfadada—. Pero ahora tengo problemas mayores que pensar en tartas. No sé si me entiendes bien, espero que sí —gruñó, asestándole un segundo golpe a la taquilla.

Si seguía golpeando así la taquilla, acabaría abriéndola sin necesidad de quitarle el candado de encima. Negué con la cabeza repetidas veces hasta que consideré que sería adecuado echarle una mano. La aparté de delante del candado y le pedí la combinación. Esta, me la dio a regañadientes, al mismo tiempo que se cruzaba de brazos, me miraba enfurruñada y decía que no sería capaz de abrirlo. Me reí, estaba convencido de que sí sería capaz de abrirlo. Gran error. Maldita sea mi insolencia, había hecho el ridículo. Ahora, el que estaba asestándole golpes a la fea taquilla roja, era yo. Unas harmoniosas carcajadas comenzaron a sonar junto a mí. Giré la cabeza hacia ella, que se sujetaba el abdomen con una mano y con la otra, se tapaba la boca para evitar seguir riéndose. Le dediqué una mirada hostil, lo que provocó que se riera con más fuerza. Le asesté varios golpes por lo que al fin, se abrió.

—Gracias, eres mi salvador. —Se limpió lágrimas que comenzaban a rodar por sus mejillas y cogió un libro del interior—. Creo que debería irme ya, no quiero que la de matemáticas me prolongue más de lo necesario el castigo.

Dicho esto, comenzó a sonrojarse, sin duda, se le había pasado por la cabeza lo que había pasado, bueno, lo que casi había pasado en la prolongación de su castigo. Yo hice lo propio, evoqué cada segundo de aquel día, cada centímetro de su rostro.

Su cuerpo se comenzó a contonear entre la apabullante multitud. Antes de que desapareciera de mi vista, la llamé. No podía esperar más, tenía que hablar con ella, quizás si se lo decía, ella me haría ver que todo lo que pensaba sobre ella era una estupidez y que se debía al efecto que me había causado verla después de tanto tiempo.

—¿Sí? —Se giró de una manera torpe y arrugó la frente, esperando a que hablara.

Me acerqué a ella, a grandes zancadas, sin estar seguro del todo de lo que iba a hacer a continuación.

—Roxy… —Venga, dile lo que piensas—. Esto… —¡Vamos cobarde, habla! —. Quería decirte que… Creo que… —¡Dile lo que sientes de una vez! —… no hay harina. —Imbécil.

Me escrutó con la mirada durante unos segundos muy incómodos, intentando comprender por qué había dado tantos rodeos para soltar aquello. Parpadeó varias veces, todavía algo aturdida.

—Está bien. —Rodó los ojos—. Ya la compraré antes de irme a casa, no te preocupes. —Y dicho esto, se marchó.

Por si no lo he dicho ya: soy idiota.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora